URĂ
LA HAINE HATE
l 27 (1/2021)
l NEXT ISSUE: LITERATURE AND POP CULTURE
Editura Universităţii „Alexandru Ioan Cuza” Iaşi
Acta Iassyensia Comparationis
URĂ HATE HAINE
27 (1/2021)
Al
27-lea număr al revistei AIC este dedicat conceptului multiform de URĂ, modalităţilor de realizare şi reprezentărilor sale în literatură. Formelor tradiţionale de discordie manifestate în interiorul familiei sau al comunităţii apropiate, care dobândesc, de multe ori, intensitatea urii, li se adaugă forme noi şi complexe.Declanşate adesea de evenimente politice şi sociale importante din istoria modernă, aceste revărsări de resentimente au modelat noi tipuri de emoţie negativă: ura socială, ura rasială, ura etnică ... Noile chipuri ale urii şi-au croit drum în viaţa cotidiană, în discursul privat şi public şi, nu în ultimul rând, în literatură.
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The
27thissue of AIC includes approaches to the multifaceted concept of HATE, to its forms and representations in literature. To tradi- tional forms of discord in family or close community, which many a time get the intensity of hate, there have been added new and complex forms of hatred. Often triggered by important political and social events in modern history, such outpour- ings of resentment have modeled new kinds of negative emotions: social hatred, racial hatred, ethnic hatred… They have made their way in daily life, in private and public speech, and last but not least, in literature.*
Le
27èmenuméro de la revue AIC est dédié au concept multiforme de HAINE, à ses réalisations et à ses représentations dans la littérature.Aux formes traditionnelles de discorde au sein de la famille ou de la communauté proche, qui prennent maintes fois l’intensité de la haine, de nouvelles et complexes formes de haine viennent s’ajouter. Souvent déclenchées par les événements poli- tiques et sociaux de l’histoire moderne, ces effusions de ressentiment ont modelé de nouveaux types d’émotions négatives : la haine sociale, la haine raciale, la haine ethnique… Celles-ci ont fait leur chemin dans la vie quotidienne, dans le discours privé et public et enfin dans la littérature.
Cuprins/Con te nts/Con tenu
LAVINIA SIMILARU
Meandros de la memoria y de la admiración en Fortunata y Jacintade Benito Pérez Galdós
1
ELYSSA REBAI
La haine dans la création littéraire : le cas de George Sand
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DENIS MOREAU
Le Locataire chimériquede Roland Topor : La haine de l’autre comme outrage à l’ipséité
19
CHARIKLEIA MAGDALINI KEFALIDOU Une histoire de chiens : haine, génocide et mémoire palimpsestique dans L’Île de l’âmede Denis Donikian
29
KHALED GUERID & MOUNIR HAMMOUDA Aïni et l’archétype du « personhatique » : une réflexion sur le personnage porteur de haine dans La Grande Maisonde Mohammed Dib
39
LAURA CIOCHINĂ-CARASEVICI
Hate in the Novels and Short Stories of P. G. Wode- house: Psychologically Sublimated or Downplayed Through Humour?
51
MIHAELA MUDURE
Iulia Andreea Milică (2014). Shakespeare. Essays on Royalty. Iaşi: Vasiliana, 200p.
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Acta Iassyensia Comparationis
URĂ HATE HAINE
27 (1/2021)
Meandros del odio y de la ad
miración en Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
LAVINIA SIMILARU Universitatea din Craiova
Fortunata y Jacintais Benito Pérez Galdós’s masterpiece, the novel in which the writer’s artistry reaches its peak. Beyond the documentary and anthropological value of the novel, critics have pointed out the depth of the characters. Galdós unravels in a very fine way the most intimate thoughts of his characters, especially of the two women.
Fortunata and Jacinta are two great rivals, due to their love for Juan Santa Cruz, a wealthy bourgeois young man who seduces them both. Fortunata hates Jacinta and envies her status as the ho- nourable wife of the man whom she loves. She does not hesitate to slander her. However, throughout the novel, the jilted mistress has the opportunity to observe the wife and, much to her regret, she cannot help but admire her. She considers herself superior to the sterile wife, but she acknowledges the woman’s virtues. The appreciation that Fortunata comes to have for Jacinta is so great that, when she understands that she is going to die, Fortunata asks for her new-born son to be given to her rival, so that Jacinta could raise him.
Fortunata y Jacintaes la obra maestra de Benito Pérez Galdós, la novela donde el arte del escritor alcanza el apogeo. Más allá del valor documental y antropológico de la novela, los críticos han destacado la profundidad de los caracteres. Galdós desentraña de una manera finísima los pensamientos más íntimos de sus person- ajes, sobre todo de las dos mujeres.
Fortunata y Jacinta son dos grandes rivales, enfrentadas por el amor de Juan Santa Cruz, un joven burgués acomodado, que las seduce a las dos. Fortunata odia a Jacinta y envidia su condición de digna esposa del hombre que ella ama. No duda en calumniarla.
Pero, a lo largo de la novela, la despechada amante tiene la opor- tunidad de observar a la esposa y, muy a pesar suyo, no puede dejar de admirarla. Se considera superior a la esposa estéril, pero re- conoce sus virtudes. El aprecio que Fortunata llega a tener a Jacinta es tan grande, que, cuando comprende que se va a morir, Fortu- nata pide que su hijo recién nacido sea entregado a su rival, para que Jacinta lo críe.
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Meanders of Hatred and Admiration in Benito Pérez Galdós’s Fortunata y Jacinta
Palabras clave
Benito Pérez Galdós; realismo;
Fortunata y Jacinta;
odio; admiración.
Keywords
Benito Pérez Galdós; Realism;
Fortunata y Jacinta;
hatred;
admiration.
1/2021
©2021 AIC DOI: 10.47743/aic-2021-1-0001
2 1. Fortunata y Jacinta en la creación galdosiana
Fortunata y Jacinta es, sin duda, la obra maestra de Galdós. En 1887, cuando la publicó, el escritor dominaba perfectamente su arte. Un arte que aspiraba a reflejar la realidad sin afeites, para dejar a los seres humanos venideros un verdadero documento histórico. En Fortunata y Jacinta, el ilustre escritor introduce, igual que en todas sus novelas, elementos históricos, políticos, antropológicos, describiendo con gran exactitud la vida de los españoles de su época.
En su Manual de historia de la literatura española, Max Aub no duda en afirmar que las novelas de Galdós podrían sustituir los libros de historia española del siglo XIX. Y no se equivoca. Galdós evoca para sus lectores la algarabía de los vendedores ambulantes, el griterío de los niños pobres, que convierten en juguete cualquier cosa inútil y desechada por sus padres, las voces de los cantantes de ópera en el Teatro Real, o las de los tertulianos que juegan al mus en un café, describe el cielo de Madrid en primavera, o el caballo de bronce de la Plaza Mayor cubierto de nieve durante unos días de enero; su avisada pluma nos hace sentir el calor del fuego y tomar parte al alboroto de la gente cuando hay un incendio en el mercado y se echan a perder varios puestos modestos de vendedores menesterosos. Galdós es “el verdadero creador de lo que entendemos por realismo moderno en la novela española” (Del Río, 1982: 295), ya que “fue el primero en asimilar la lección de Balzac y de Dickens, al par que supo dar sentido nuevo al retorno hacia el antiguo realismo español, apropiándose lo substancial y rehuyendo la trampa de la imitación externa” (295).
Los personajes de Galdós tienen oficios típicos de la época y se comportan exactamente como lo hacían los españoles a finales del siglo XIX. La novela Fortunata y Jacinta hace relampaguear breves instantes insignificantes de la vida decimonónica. Un pintor de panderetas entra en una taberna y es convidado a unas copas por unos vecinos. En otro capítulo nos enteramos de que Fortunata renuncia a los servicios de su peinadora, o de que su amante Juan Santa Cruz llama siempre a algún cochero por la calle.
El abanico era un objeto muy querido por las españolas; tanto Fortunata como Jacinta lo usan. La señora de Santa Cruz lo abre en un gesto reflejo, cuando pesa las palabras que le va a decir a un amigo: “Notaban en Moreno palidez mortal, gran abatimiento, y un cierto olvido, extraño en él, de la atención constante que se debe prestar a las señoras cuando se platica con ellas. Jacinta se inclinó un poco hacia él, abriendo su abanico sobre las rodillas, y le dijo en tono muy cariñoso...” (Galdós, 1992: II, 339). Su rival, Fortunata, da al abanico el uso habitual, lo coge porque tiene calor: “La Pitusa tenía mucho calor, y cogiendo un abanico que junto a la almohada tenía, empezó a abanicarse” (466).
Gracias a Galdós sabemos que la lotería navideña no ha cambiado en absoluto; en Navidades, los héroes de Galdós compran billetes de lotería, igual que los españoles de hoy. A la familia Santa Cruz le toca la lotería, y tenemos la oportunidad de comprobar que los décimos se compartían y los números ganadores eran cantados por los niños del colegio de San Ildefonso:
Todos los años compraba un billete entero, por rutina o vicio, quizás por obligación [...] sin que nunca sacase más que fruslerías, algún reintegro o premios muy pequeños.
Aquel año le tocaron doscientos cincuenta mil reales. Había dado, como siempre, muchas participaciones, por lo cual los doce mil quinientos duros se repartían entre la multitud de personas de diferente posición y fortuna; pues si algunos ricos cogían buena breva, también muchos pobres pellizcaban algo. Santa Cruz llevó la lista al comedor, y la iba leyendo mientras comía, haciendo la cuenta de lo que a cada cual tocaba. Se le oía como
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se oye a los niños del Colegio de San Ildefonso que sacan y cantan los números en el acto de la extracción. (Galdós, 1992: I, 378)
María Zambrano observa que “la maravilla de la existencia, el prodigio y misterio de la realidad y de la vida, corre a través de las innumerables páginas galdosianas, extendiéndose monótonamente sin principio ni fin” (1989: 119).
En sus novelas, Galdós se esfuerza en captar la vida interior de sus héroes, desea que el lector comprenda sus sentimientos y sus vivencias más profundas; “Galdós llega hasta la entraña de sus criaturas, mostrando –como en el caso de Fortunata– las altas y bajas de su ánimo” (Menéndez Peláez; Arellano et al., 2005: 336). Sus personajes son retratos fieles de personas reales de su época; hacen gestos cotidianos y reaccionan con naturalidad, son seres de carne y hueso, con sentimientos y profundidad psicológica.
2. Fortunata
La heroína de Fortunata y Jacinta, que nace en los bajos fondos, es mujer sencilla, representante del pueblo. Juan Santa Cruz aclara que su amante es “una chica huérfana que vivía con su tía, la cual era huevera y pollera en la Cava de San Miguel” (Galdós, 1992: I, 205).
Cuando conoce y deslumbra a Juan Santa Cruz, ella está sorbiendo un huevo crudo, lo que al hombre le repugna. Francisco Caudet observa que “igual atracción y rechazo caracterizarán la relación de Juanito con la joven del huevo crudo” (1992: 184). Juan Santa Cruz se siente atraído físicamente por Fortunata, pero su charla y su compañía le llenan de hastío. A lo largo de la novela, Juanito Santa Cruz tiene con Fortunata una historia llena de meandros y de altibajos, la busca y la abandona alternativamente, hasta la muerte de ella.
Juan Santa Cruz no deja de observar la falta de cultura y de refinamiento, la rudeza de su amante, considera a Fortunata “un animalito muy mono, una salvaje que no sabía leer ni escribir” (1992: I, 205). En otro lugar, el joven burgués le dice a su esposa que Fortunata “hacía que me escribieran, porque la pobrecilla no sabe” (415). La presencia de Fortunata provoca rechazo en Santa Cruz. Él mismo le confiesa a Jacinta, su esposa:
Puedes hacerte cargo de mi tormento, y de lo que yo sufriría teniendo que considerar y proteger, por escrúpulo de conciencia, a una mujer que no me inspira ningún afecto, ninguno, y que últimamente me inspiraba antipatía, porque Fortunata, créelo como el Evangelio, es de tal condición, que el hombre más enamorado no la resiste un mes. Al mes, todos se rinden, es decir, echan a correr... (1992: II, 63)
En cambio, la ausencia de Fortunata provoca en el hombre un recuerdo persistente, mezclado con remordimientos y deseo.
Más tarde, cuando el joven farmacéutico Maximiliano Rubín quiere casarse con ella, Fortunata llega a pulirse un poco y recibe unos rudimentos de educación, para ser digna del hombre que la ha escogido. Es obligada a instruirse por la familia de su prometido, para estar a la altura del futuro marido. El que se lo propone es un sacerdote, hermano de Maximiliano y futuro cuñado de la heroína:
Pues es preciso que se nos someta usted a la siguiente prueba [...]. Hay en Madrid una institución religiosa de las más útiles, la cual tiene por objeto recoger a las muchachas
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extraviadas y convertirlas a la verdad por medio de la oración, del trabajo y del recogimiento. (1992: I, 568)
Maximiliano había descubierto que “lo esencial del saber, lo que saben los niños y los paletos, ella lo ignoraba, como lo ignoran otras mujeres de su clase y aun de clase superior”
(481).
Fortunata no es mala persona, tiene buenos sentimientos y ama toda su vida al hombre que la desgracia. Juan Santa Cruz la abandona después de embarazarla y se casa con su prima Jacinta. Fortunata es pobre y lo único que se le ocurre es prostituirse. Dice que no sabe hacer nada, a pesar de que cocina muy bien y podría trabajar de cocinera o de criada.
A lo largo de la novela, Fortunata evoluciona. Si al principio es una joven inocente, se vuelve una mujer madura, que juzga sin piedad a los demás. En su espíritu se desarrolla todo un proceso de autoconocimiento y de despertar de la conciencia. A pesar de haber tenido varios amantes, se considera más virtuosa que las mujeres de la alta burguesía, a quienes odia y envidia.
Fortunata se casa con el farmacéutico Maximiliano Rubín y descubre el mismo día de la boda que Juan Santa Cruz le había tendido una trampa, alquilando la casa contigua a la de los recién casados y comprando a la criada de su antigua amante. Fortunata trata de resistir, pero acaba cometiendo adulterio. Exactamente como había asegurado a su esposa, Santa Cruz se aburre y abandona otra vez a Fortunata, enviándole una carta con consejos y una pequeña cantidad de dinero, dos billetes de dos mil reales. Teniendo en cuenta la fortuna que posee, Santa Cruz se muestra una vez más insensible y tacaño. En el primer momento, Fortunata piensa devolverle el dinero, pero el señor Feijoo la convence de que es mejor aceptarlo. En este momento de su vida, Fortunata es muy lúcida y se caracteriza a sí misma con asombrosa sensatez:
¡Qué manera de pagarme! ¡Yo, que lo dejé todo por él, y a los que me habían hecho decente les di una patada!... [...] Soy muy ordinaria. Es mi ser natural; y como a los que me querían afinar y hacerme honrada les di con su honradez en los hocicos... ¡Qué ingrata,
¿verdad?, qué indecente he sido! Todo por querer más de lo que es debido, por querer como una leona. Y para que calcule usted si soy simple, aquí, donde usted me ve, si ese hombre me vuelve a decir tan siquiera media palabra, le perdono y le quiero otra vez.
(1992: II, 91)
Como vive apartado de ella, Santa Cruz la recuerda. Merodea por los alrededores de la casa de Fortunata, hasta que un día se topa con ella en la calle, para un simón, le pide que suba, la toca y le dice simplemente, como si nada hubiera pasado: “Hace tiempo, nena negra, que me estoy acordando mucho de ti —dijo Santa Cruz con cariño que no parecía fingido, clavándole una mano en un muslo” (262).
Vuelven a tener la misma relación adúltera de antes, y al final el hombre se cansa de ella y la abandona cuando está otra vez embarazada. Fortunata descubrirá más tarde que la abandona para empezar una relación con su amiga Aurora. De Juan Santa Cruz ya no sabrá nada la pobre Fortunata, se morirá sin saber de él. Juan Santa Cruz no irá a ver a su hijo recién nacido, ni se interesará por él. Fortunata le esperará inútilmente.
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Fortunata es un títere manipulado por Santa Cruz, por Maximiliano Rubín, por la tía de Maximiliano Rubín, por el coronel Evaristo Feijoo y por otros personajes, que deciden por ella.
Fortunata no decide nada durante su vida, salvo a la mujer que criará a su hijo.
3. Jacinta
La inolvidable esposa de Juan Santa Cruz es dulce, generosa y buena, educada (pero sin llegar a tener una gran cultura, puesto que las mujeres de la época no solían estudiar) y caritativa.
Le entristece enormemente el hecho de no poder tener hijos. Nada haría más feliz a Jacinta que un hijo, pero éste no llega. Se consuela socorriendo a varios niños infelices. Desea criar a un niño, al que supone hijo de su marido y de Fortunata, la amante de este. Al ver al niño, le invade una ola de ternura, a pesar de creerlo hijo de su rival:
Jacinta le sentó sobre sus rodillas y trató de ahogar su desconsuelo, estimulando en su alma la piedad y el cariño que el desvalido niño le inspiraba. Un examen rápido sobre el vestido de él le reprodujo la pena. ¡Que el hijo de su marido estuviese con las carnecitas al aire, los pies casi desnudos...! Le pasó la mano por la cabeza rizosa, haciendo voto en su noble conciencia de querer al hijo de otra como si fuera suyo. (1992: I, 357)
Más tarde sabe que el niño no es de su marido con Fortunata, Juan Santa Cruz se lo aclara, pero ella saca de todos modos al niño del ambiente malsano donde vive y lo mete en el asilo de Guillermina, donde lo visita a menudo y le lleva regalos.
Adoración, la hija de Mauricia, le inspira asimismo ternura a Jacinta y la esposa de Juan Santa Cruz la ayuda siempre y le promete pagarle los estudios para que se haga institutriz.
No solamente a los niños ayuda Jacinta, sino también a toda la gente pobre. Cuando va a ver al niño, aprovecha para llevar dádivas a las vecinas, no deja de regalar a aquella gente pobre ropa, mantas, medicinas, cosas muy necesarias. Jacinta es siempre generosa, demuestra una gran nobleza de espíritu.
4. El odio que se profesan las dos mujeres
Es harto conocido que Fortunata y Jacinta son dos grandes rivales, aman al mismo hombre y se odian. Pero no es un odio puro, sino un odio matizado, mezclado con varios otros sentimientos.
4.1. El odio de Jacinta por Fortunata
El odio que Fortunata le inspira a Jacinta se muestra desde el principio entreverado de lástima, puesto que Jacinta sabe que Fortunata no tiene la culpa y que incluso ha sufrido por la crueldad y el egoísmo de Juanito.
Jacinta se entera de la existencia de Fortunata durante su propia luna de miel, cuando su marido, tan reciente, se toma unas copas y le confiesa una aventura con otra mujer, es decir con Fortunata, asegurando a su esposa que no desea volver a ver a aquella otra. A Juan Santa Cruz le remuerde la conciencia, se arrepiente de haber abandonado a Fortunata embarazada. Se pone a llorar y pide tiernamente perdón a su esposa por no haberle confesado su desliz, pero en realidad él quisiera pedir perdón a Fortunata, la mujer ofendida y abandonada.
Escuchando todo aquello, “Jacinta temblaba. Le había entrado mortal frío, y daba diente con diente. Permanecía en pie en medio de la habitación, como una estatua, contemplando la figura lastimosísima de su marido, sin atreverse a preguntarle nada ni a pedirle una aclaración
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sobre las extrañas cosas que revelaba” (229). La joven esposa está herida, despechada y tiene miedo a perder al hombre que ama. Pero, como mujer, comprende a Fortunata y no puede dejar de compadecerla. Cree que ella también tiene culpas en el abandono de aquella joven:
La esposa dio un gran suspiro. No sabía por qué; pero tenía sobre su alma cierta pesadumbre, y en su rectitud tomaba para sí parte de la responsabilidad de su marido en aquella falta; porque falta había sin duda. Jacinta no podía considerar de otro modo el hecho del abandono, aunque este significara el triunfo del amor legítimo sobre el criminal, y del matrimonio sobre el amancebamiento... (234)
Cuando Mauricia está agonizando y entre varias mujeres que la velan se hallan tanto Fortunata como Jacinta y hay momentos en que se quedan solas, la última trata de hacer conversación, porque ella no conoce a la amante de su marido. A Jacinta le había llamado la atención la belleza estremecedora de la mujer sentada a su lado y la había alarmado vagamente la mirada envenenada que ella le echaba, pero de ninguna manera pensaba que la mirada tenía justificación, creía simplemente que la mujer estaba loca. Fortunata, de carácter impulsivo, mujer inculta, que no había recibido ninguna educación, no puede contenerse y ataca a Jacinta, clavándole las uñas y diciéndole quién es. Pero Jacinta es incapaz de reaccionar de manera violenta, sino todo lo contrario: “La de Santa Cruz recobró primero la serenidad, y entrando en la sala, volvió a ponerse en el sofá. Su actitud revelaba tanta dignidad como inocencia. Era la agredida, y no sólo podía serenarse más pronto, sino responder a la ofensa con desdén soberano y aun con el perdón mismo” (1992: II, 208).
Esta actitud revela que Jacinta no llega a odiar a su rival. No la odia, sino la compadece.
Está claro que Jacinta preferiría que Fortunata no existiera —¿y quién podría culparla?—, pero es una mujer demasiado noble, no puede odiar.
Cuando se esconde en el gabinete contiguo, para escuchar furtivamente la charla de Guillermina con Fortunata, a Jacinta sí le indigna la actitud impertinente y despiadada de la amante de su marido, según la cual ella no vale nada, puesto que no puede darle un hijo a Juan.
En ese momento de ira, asombro, turbación y dolor, Jacinta pierde los estribos y, cuando es capaz de hablar, grita e insulta a su rival, manifestando asimismo cierta descortesía hacia su amiga filántropa:
¡Bribona... infame, tiene el valor de creerse!... no comprende que no se la ha mandado... a la galera, porque la justicia... porque no hay justicia... Y usted... (por Guillermina) no sé cómo consiente, no sé cómo ha podido creer... ¡Qué ignominia!... Esta mujerzuela aquí, en esta casa... ¡qué afrenta!... ¡Ladrona...! (252)
El autor apunta que Jacinta está en esta ocasión “poseída de la rabia de paloma que en ocasiones le entraba” (252). Galdós trata de suavizar la reacción de su heroína, para que el lector la mire con indulgencia y no le tome en cuenta la actitud descontrolada; cualquiera la hubiera tenido.
4.2. El odio de Fortunata por Jacinta
En cambio, Fortunata sí odia a Jacinta. La odia y la envidia, no le perdona haberle quitado al hombre que ama. Le echa la culpa de su estado, cree que por culpa de Jacinta la ha abandonado Juan Santa Cruz a ella: “Ella es la que me hace desgraciada, robándome a mi
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marido... Porque es mi marido: yo he tenido un hijo suyo y ella no... Vamos a ver, ¿quién tiene más derecho?” (83). Ese hijo le confiere cierta superioridad, Fortunata piensa que ella es mejor que Jacinta. En otra ocasión dirá: “Esposa que no tiene hijos, no es tal esposa” (247). Nunca perdona a Jacinta; cuando velan juntas la agonía de Mauricia, Fortunata, en su imaginación, no puede dejar de dirigir a su rival estas palabras que nunca pronuncia: “Porque tú me quitaste lo que era mío... y si Dios hiciera justicia, ahora mismo te pondrías donde yo estoy, y yo donde tú estás, grandísima ladrona...” (192).
Fortunata trata continuamente de rebajar, de envilecer a Jacinta. Cuando una amiga, Aurora, la asegura que Jacinta tiene un amante, Fortunata se lo cree enseguida. En realidad, Fortunata siempre había dudado de la virtud de su rival, siempre había pensado que Jacinta no era tan fiel como pretendía todo el mundo:
¿Virtuosa?, tié gracia... Ninguna de estas casadas ricas lo es ni lo puede ser. Nosotras las del pueblo somos las únicas que tenemos virtud, cuando no nos engañan. Yo, por ejemplo... verbigracia, yo. Entrole una risa convulsiva. ¿Y de qué te ríes, pánfila?-se dijo a sí misma-. Más honrada eres tú que el sol, porque no has querido ni quieres más que a uno. ¿Pero estas... estas?... Ja ja ja. Cada trimestre hombre nuevo, y virtuosa me soy. ¿Por qué? Pues porque no dan escándalos, y todo se lo tapan unas con otras. ¡Ah!, señora doña Jacinta, guárdese el mérito para quien lo crea; usted caerá... tiene usted que caer, si no ha caído ya. (84)
No hay duda de que Fortunata envidia a Jacinta, quisiera ser Jacinta, para ser fina, para ser casada con Juan Santa Cruz y para poseer todo lo que posee su rival. No puede dejar de escrutar la ropa que lleva la señora de Santa Cruz y que le encantaría poder llevarla ella:
Fortunata […] examinó con curiosidad a la esposa de aquel, fijándose detenidamente en el traje, en el abrigo, en el sombrero... No le parecía propio venir de sombrero; pero por lo demás, no había nada que criticar. El abrigo era perfecto. La de Rubín hizo propósito de encargarse el suyo exactamente igual. Y la falda, ¡qué elegante! ¿Dónde se encontraría aquella tela? Seguramente era de París. (193)
Por un lado, Fortunata odia a Jacinta. Por el otro, muy a pesar suyo, admite que es una mujer digna, cuyos numerosos méritos están a la vista. A Fortunata, Jacinta le inspira sentimientos encontrados.
Cuando está a punto de casarse con Maximiliano Rubín y pasa una temporada en el convento de las Micaelas, para refinarse y para aprender a hablar como las personas decentes, de manera que su futuro marido no se avergüence al presentarla a sus amistades, Fortunata tiene la oportunidad de apreciar y tocar objetos donados por Jacinta al convento. Ahí se entera de que su rival era “una mujer muy mona: lo tenía todo, bondad, belleza, talento y virtud”
(1992: I, 622). El día del Corpus, Jacinta visita el convento, junto con otras señoras nobles o simplemente ricas, para enterarse de las necesidades de las monjas y hacer donaciones. Es la primera vez que Fortunata tiene la oportunidad de verla. La sorprenden la belleza, la elegancia y la decencia de la señora de Santa Cruz. De todas aquellas mujeres distinguidas, ninguna le parece “tan señora como la de Santa Cruz” (625). Por eso, la invade “un deseo ardentísimo de parecerse a Jacinta, de ser como ella, de tener su aire, su aquel de dulzura y señorío” (625).
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Durante la agonía de Mauricia, Fortunata ve a Jacinta junto con la pequeña Adoración, hija de la moribunda, a la cual la señora de Santa Cruz ayuda económicamente y mima amorosamente. Jacinta deja a la niña entrar sola en la habitación de su madre y se niega a acompañarla. Fortunata comprende perfectamente la razón de esa actitud: “Era un sentimiento de modestia y delicadeza. Quería sustraerse a las manifestaciones de gratitud de la pobre enferma, y evitarle a esta el sonrojo de su desairada situación como madre” (1992: II, 193). La amante de Santa Cruz trata una vez más de rebajar burlonamente para sus adentros el mérito de su rival: “¡Qué remilgos estos! Cuando digo que me cargan a mí estas perfecciones... ¡Qué monas nos hizo Dios!” (193). A pesar de estos pensamientos, Fortunata reconoce la nobleza del gesto lleno de generosidad y de delicadeza.
En numerosas circunstancias reconoce Fortunata que Jacinta es digna de alabanza, pero siempre concluye que ella habría sido aun más merecedora, si hubiera tenido otra vida: “Ella es una mujer de mérito y yo he sido una perdida... Pero yo tengo razón, y perdida o no, la justicia está de mi parte... porque ella sería yo, si estuviera en mi lugar...” (208).
En una charla que tiene más tarde con la noble Guillermina, la filántropa, Fortunata le confiesa sin tapujos su admiración por Jacinta: “Si a mí me gusta, si quisiera parecerme a ella en algunas cosas…” (247).
5. La reconciliación
Por más que quiera envilecerla, Fortunata se da cuenta de la generosidad de Jacinta. Sabe que la dama adora a los niños y que ha socorrido a muchos niños pobres. Por eso, después de dar a luz al segundo hijo de Juan Santa Cruz, cuando comprende que se va a morir por la hemorragia provocada por el parto, Fortunata deja a su hijo recién nacido a Jacinta, con una afectuosa carta, dictada con sus últimas fuerzas. Justifica su decisión de esta manera: “yo se lo quiero dar, porque sé que ha de quererle, y porque es mi amiga” (521). No se muere antes de recibir los calurosos agradecimientos de Jacinta, que Guillermina le transmite.
Galdós asegura a sus lectores que al final, separadas por el misterio de la muerte, las dos mujeres dejan de odiarse: “Con la muerte de por medio, la una en la vida visible y la otra en la invisible, bien podría ser que las dos mujeres se miraran de orilla a orilla, con intención y deseos de darse un abrazo” (532).
6. Conclusiones
Está de más explicar que Fortunata y Jacinta son dos mujeres muy distintas y dos grandes rivales. Son la amante y la esposa, respectivamente, de Juan Santa Cruz, al que las dos aman.
No se puede negar que cada una desearía que su rival no existiera.
Pero, al mismo tiempo, tienen algo en común, ese amor por el mismo hombre las une. A esto se añaden los tantos momentos de tristeza que aquel hombre provoca a cada una de ellas.
Es inevitable que las dos mujeres se sientan solidarias.
Ninguna de ellas profesa un odio profundo a la otra. Jacinta compadece a Fortunata, mientras Fortunata admira a Jacinta. Solamente un gran escritor como Galdós es capaz de desentrañar tantos sentimientos encontrados.
BIBLIOGRAFÍA:
AUB, Max (1978). Manual de historia de la literatura española. Madrid: Akal.
CAUDET, Francisco (1992). Introducción. En Benito PÉREZ GALDÓS, Fortunata y Jacinta (pp. 11-86). Madrid: Cátedra.
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DEL RÍO, Ángel (1982). Historia de la literatura española. Vol. 2. Barcelona: Bruguera.
MENÉNDEZ PELÁEZ, Jesús et al. (2005). Historia de la literatura española (vol. III). León:
Everest.
PÉREZ GALDÓS, Benito (1992). Fortunata y Jacinta. Vol. I-II. Madrid: Cátedra.
ZAMBRANO, María (1989). La España de Galdós. Madrid: Endymion.
La haine dans la création
littéraire : le cas de George Sand
ELYSSA REBAI
Faculté des Lettres et Sciences humaines de Sfax ; Université Clermont Auvergne
Hatred pervades relationships among competing writers. Au- thors who seek literary fame may many a time face situations re- vealing the envy and hatred of their rivals or detractors, but hatred often becomes implacable when a woman author is involved. The most reputed case of misogyny among the 19thcentury writers is that of George Sand. The career of this woman author is marked by clashes and tensions, but despite the hatred and the envy of male writers, the animosity of her detractors and the constraining and degrading prejudices of her epoch, she did not surrender to despair or doubt, and never renounced her literary dreams. She fought against all odds and managed to prove that freedom and competence are not inaccessible to women, that genius can be fe- male.
La haine est au fondement de la création littéraire. Celui qui veut gagner une notoriété littéraire doit passer par une série de si - tuations qui révèlent l’envie et la haine de ses détracteurs ou rivaux.
Mais cette haine littéraire devient implacable lorsqu’il est question de femme auteur. Le cas qui attise le plus de feu de la misogynie littéraire, durant le XIXesiècle, est celui de George Sand. Le par- cours de cette femme auteur n’est pas mené sans heurts et ten- sions, mais malgré la haine et l’envie de ses confrères masculins, l’animosité de ses détracteurs et les préjugés contraignants et avilis- sants de son époque, elle ne s’est jamais livrée au désespoir ni au doute et n’a jamais abandonné son rêve. Elle a lutté envers et con- tre tout jusqu’à réussir à démontrer que la liberté et la compétence ne sont pas inaccessibles à la femme, que le génie peut être aussi femelle.
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Hatred in Creative Writing:
the Case of George Sand
Motsclés
haine ; création littéraire ; George Sand ; critiques ; notoriété.
Keywords
hatred; creative writing; George Sand; critics; fame.
1/2021
©2021 AIC DOI: 10.47743/aic-2021-1-0002
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« La haine, quelque forme qu’elle revête, est au fondement de la création littéraire. Il n’est pas de confrère qui ne soit un adversaire potentiel » affirment Anne Boquel et Etienne Kern (2020 : 13). En effet, la haine semble souvent servir de carburant aux plumes littéraires. Celui qui veut accéder au monde des lettres, gravir les échelons de la littérature et s’assurer une notoriété littéraire se trouve vite amené à subir toute sorte de venin et se voit envahi par les flots continuels d’accusations, de mépris, de méchancetés, de critiques, ainsi que par des propos virulents et agressifs (qui frisent parfois l’indécence), lancés par des confrères – ou plutôt rivaux.
C’est ainsi que Lamartine n’hésite pas à disqualifier Chateaubriand de « matamore de tragédie », tandis que Léon Boy ne voit en Émile Zola qu’un « incomestible pourceau ».
Flaubert, lui, ne pense trouver que « lyrisme poitrinaire » dans le romantisme de Musset, allant jusqu’à proclamer en termes grossiers : « C’est un esprit eunuque, la couille lui manque, il n’a jamais pissé que de l’eau claire ». Quant à Edmond de Goncourt, prétendu pape du roman naturaliste, dès qu’il voit Zola en train de lui ravir la place, l’accuse sans s’attarder de plagiat : « Au fond, Zola n’est qu’un ressemeleur en littérature ». Ces dires qui dévoilent beaucoup d’animosité, de jalousie, voire de haine sont proférés solennellement soit dans des lieux officiels, notamment les salons littéraires, soit dans des endroits informels, voire conviviaux, comme les bars et les cafés.
À ces agressivités verbales peuvent aussi s’ajouter des violences physiques. Si Victor Hugo provoque en duel Sainte-Beuve et s’en moque en l’appelant « Sainte Bave », Charles Cros, lui, va jusqu’à administrer une volée de coups à Anatole France sous les yeux de Verlaine. Et si ce dernier, lui-même, se rue un autre jour sur Daudet qu’il traite de cochon, Louise Colet, elle, dévorée par la rage, se hasarde à planter intempestivement un couteau dans les reins d’Alphonse Karr.
Pourquoi tant de haine et d’hostilité ? Parce que la haine fait apparemment « partie intégrante de la condition » (Boquel ; Kern, 2020 : 12) de l’homme de lettres. Et parce qu’elle constitue une loi millénaire : « Les écrivains se construisent les uns contre les autres, et ce depuis que l’auteur de l’Odyssée […] a voulu faire mieux que celui de l’Iliade » (Boquel ; Kern, 2020 : 12), comme si un écrivain ne peut construire sa légende et graver son nom dans la littérature qu’en se posant en adversaire ou en rival des gloires de son temps. L’homme de lettres veut briller, tout en cherchant nonobstant à éclipser ses pairs ; il veut accaparer l’attention des académiciens et des lecteurs, tout en espérant que ses confrères restent à l’ombre. Il ne lui suffit pas d’être admiré : il faut qu’il soit le seul à l’être. Il ne veut pas seulement réussir dans le monde des lettres, il veut qu’il soit le seul à connaître cette réussite.
Le succès des autres l’incommode, le déstabilise, envenime sa jalousie et accroît son animosité.
Témoin, les propos de Jules Renard postés comme un aveu: « Le succès des autres me gêne, mais beaucoup moins que s’il était mérité ».
Mais cette haine littéraire devient implacable lorsqu’il est question de femme auteur. Aux hommes la création, aux femmes la procréation : voilà comment le monde des lettres s’est longtemps organisé. La femme, toujours confinée dans son rôle de mère tendre et d’épouse docile, ne devait point avoir de génie, ni afficher le moindre intérêt au monde des idées. Si, par malheur, cette dernière exprime son désir d’accéder au domaine littéraire, un déferlement de critiques et de courroux ne manquait jamais de s’abattre sur elle. Cette misogynie littéraire est un phénomène déjà ancien, depuis le temps d’Homère, où le champ littéraire était traditionnellement marqué par la filiation masculine. Dans sa forme la plus moderne, elle trouve racine dans la pensée rousseauiste selon laquelle la misogynie est à la fois d’ordre général
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et spécifique. En termes plus explicites, Jean-Jacques Rousseau ne se cantonne pas à lier la femme à l’espace domestique, celle-ci devant être toujours reléguée, à ses yeux, au seul rôle d’épouse et de mère ; il va plus loin, jusqu’à toucher la sphère d’une misogynie spécifiquement littéraire lorsqu’il déclare que « les femmes, en général, n’aiment aucun art, ne se connaissent à aucun, et n’ont aucun Génie » (1995 : 94). Elles sont dépourvues, selon lui, de « ce feu céleste qui échauffe et embrase l’âme, ce génie qui consume et dévore » (1995 : 44). Le champ littéraire reste alors inaccessible aux femmes et la question de leur activité auctoriale soulève beaucoup d’ironie, de polémiques et d’embarras. Embrasser la carrière littéraire en tant que femme signifie envahir une sphère qui était jusqu’alors réservée uniquement à la gente masculine et se rendre compte de tous les obstacles à surmonter. Mais il est à remarquer que la haine à l’encontre de la femme-auteur ne s’atténue pas au fil des siècles ; au contraire, elle va croissant au XIXe siècle. Le cas qui attise le plus de feu de la misogynie littéraire, depuis les années 1830, est celui de George Sand. En effet, cette dernière, depuis son entrée littéraire, se voit violemment attaquée par ses pairs plus ou moins illustres. Les critiques l’assiègent de toutes parts et l’hostilité masculine affichée envers son identité auctoriale, sa vie privée ainsi que ses productions littéraires la déçoit profondément, mais ne la désarme point, pour autant.
Un rapide survol des nombreuses critiques et accusations proférées par les confrères de George Sand nous a permis d’identifier, sans grande difficulté, trois types de motivations de cette misogynie littéraire. En effet, la première motivation est d’ordre social et a son ascendance dans la pensée rousseauiste, comme l’on vient de montrer. La femme – conçue comme l’ange du foyer domestique – ne peut ni ne doit, selon la pensée des hommes de lettres du XIXe siècle, concevoir le monde des idées que comme une pure distraction ; mais l’envisager sous un autre angle, c’est-à-dire comme une profession, serait un grand tort et une grande bêtise.
La deuxième motivation de cette animosité littéraire envers George Sand est d’ordre moral. Nombreux sont les romans et contes écrits par Sand qui sont jugés immoraux et indécents, étant donné qu’ils sont imprégnés de sentiments irrationnels, incontrôlables, excessifs, voire passionnels. Le fait que l’amour-passion occupe une place primordiale dans les écrits sandiens laisse sous-entendre que l’institution du mariage est disgraciée par l’auteure et que l’adultère, au contraire, est favorisé, ou du moins, traité avec beaucoup d’indulgence. Jules Barbey d’Aurevilly, à titre indicatif, ne cesse pas d’harasser Sand durant des années entières dans des articles de plus en plus belliqueux. Ce virulent détracteur, qui ne manque pas une occasion, pour sa part, de s’insurger contre ce « bas-bleu armé de toutes pièces prises à l’arsenal de toutes les bêtises philosophiques, philanthropiques et démocratiques de ce temps » (1968 : 344) ne se lasse pas de condamner, de 1853 à 1882, Sand, la « Grande Dépravatrice de ce temps » (1972 : 270), selon ses dires, dont les romans scandaleux ont inspiré aux femmes de sa génération la passion de l’adultère, avec celle de l’égalité des sexes. Mais George Sand ne répond jamais à ses propos autrement que par le silence le plus parfait, n’ayant jamais jugé bon d’accorder la moindre ligne à ce contempteur. Le rapport entre Barbey d’Aurevilly et George Sand demeure donc singulièrement unilatéral. Proudhon, partageant les convictions de Barbey d’Aurevilly, synthétise les abjections que l’on a toujours reprochées à George Sand ; selon lui, le dessein de cette romancière dépravée aurait été :
L’égalité des sexes avec ses conséquences inévitables, liberté d’amours, condamnation du mariage, contemption de la femme, jalousie et haine secrète de l’homme, pour couronner le système, une luxure inextinguible : telle est invariablement la philosophie de
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la femme émancipée, philosophie qui se déroule avec autant de franchise que d’éloquence dans les œuvres de Mme Sand. (Sand, 1981 : 418)
L’accusation d’immoralité investit aussi volontiers la vie privée de cette femme auteur censée partager sentiments et comportements de ses héroïnes. En effet, la vie intime de Sand, très tumultueuse, marquée essentiellement par l’échec de son mariage d’avec le baron Casimir Dudevant, par la longue liste de ses amants et soupirants, et par l’abondance de ses expériences amoureuses vouées toutes à l’échec, fait toujours l’objet de raillerie et d’indignation de ses pairs.
Il suffit de rappeler les dires cinglants de l’auteur de Colomba, Mérimée : « C’est une femme débauchée à froid, par curiosité plus que par tempérament ». Il convient ici de souligner que si Sand demeure insensible aux moqueries et aux dénonciations qui visent à assombrir sa création littéraire, elle se montre cependant très susceptible, voire vulnérable lorsque l’hostilité de ses détracteurs masculins touche sa vie privée, attitude qu’elle juge impertinente et irrespectueuse.
Rappelons, à titre indicatif, sa réponse immédiate à Jules Lecomte qui la taxe de vanité et d’aberration, où elle revendique son droit à avoir une vie privée :
Le côté littéraire de ma vie appartient à votre critique. Libre à vous d’éplucher, de ridiculiser, de condamner mes ouvrages […]. Mais ce que vous n’avez pas le droit d’éplucher, de commenter, de critiquer, de blâmer ou de railler en aucune façon, c’est la vie intime, c’est le caractère des gens. De la part d’un homme envers un homme, c’est une inconvenance ; envers une femme, c’est une impertinence. (Sand, 1852 : XI)
La troisième motivation, quant à elle, a une racine sexiste. George Sand se trouve, dès son entrée littéraire, criblée d’humiliations et de mépris, affublée du vocable avilissant de « bas bleuisme », terme de mépris désignant la femme littéraire qui s’intéresse aux choses de l’intellect, comme l’explique clairement Barbey d’Aurevilley : « Le Bas-bleu, c’est la femme littéraire. C’est la femme qui fait métier et marchandise de littérature. C’est la femme qui se croit cerveau d’homme et demande sa part dans la publicité et dans la gloire » (2006 : 30). L’on ne serait pas étonné de cette idée si l’on sait que les détracteurs de l’époque estiment que le génie est mâle et que la femme n’a ni les atouts, ni les compétences intellectuelles nécessaires pour se lancer dans une pareille carrière. Témoin, l’attitude des Frères Goncourt qui se fonde effectivement sur l’idée que le talent ne puisse pas résider dans un corps féminin. Voici ce qu’ils en disent en août 1857 : « Le génie est mâle. L’autopsie de Mme de Staël et de Mme Sand auraient été curieuses : elles doivent avoir une construction un peu hermaphrodite » (1989 : 295). Cette même idée est reprise, des années plus tard, par Edmond Goncourt qui, le 8 décembre 1893, avoue être persuadé que « si on avait fait l’autopsie des femmes ayant un talent original, comme Mme Sand, Mme Viardot, etc., on trouverait chez elles des parties génitales se rapprochant de l’homme, des clitoris un peu parents de nos verges ». C’est ce qui conduit d’ailleurs George Sand, dans ses débuts littéraires, à se servir du déguisement pseudonymique et vestimentaire. Si cette entrée au monde littéraire par le pseudonyme de Georges Sand tient de cette logique de l’invention de soi par soi, de la création d’un personnage qui, dans son cas, la détache de son sexe et de son histoire familiale, le recours à l’habit masculin, quant à lui, constitue pour Sand une stratégie efficace lui permettant, en effet, de « voltiger » en toute liberté en plein Paris, sans éveiller le soupçon des autres qui la prennent pour un homme :
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Je me fis donc faire une redingote-guérite en gros drap gris, pantalon et gilet pareils.
Avec un chapeau gris et une grosse cravate de laine, j’étais absolument un petit étudiant de première année. Je ne peux pas dire quel plaisir me firent mes bottes : j’aurais volontiers dormi avec, comme fit mon frère dans son jeune âge, quand il chaussa la première paire. Avec des petits talons ferrés, j’étais solide sur le trottoir. Je voltigeais d’un bout de Paris à l’autre. Il me semblait que j’aurais fait le tour du monde. Et puis, mes vêtements ne craignaient rien. Je courais par tous les temps, je revenais à toutes les heures, j’allais au parterre de tous les théâtres. Personne ne faisait attention à moi et ne se doutait de mon déguisement. Outre que je le portais avec aisance, l’absence de coquetterie du costume et de la physionomie écartait tout soupçon. J’étais trop mal vêtue, et j’avais l’air trop simple (mon air habituel, distrait et volontiers hébété) pour attirer ou fixer les regards. (Sand, 1855 : 81)
Il n’en reste pas moins, toujours dans ce même ordre d’idées, que l’attitude de Jean Larnac envers le statut de femme auteur est moins cruelle que celle des accusateurs du grand siècle, mais demeure, malgré tout, peu valorisante pour la gente féminine. Celui-ci, dans son Histoire de la littérature féminine en France, admet l’idée que la réussite féminine dans le projet scriptural n’est palpable que dans le domaine de l’amour et de l’épanchement sentimental. Autrement, le génie manque à la femme: « Les femmes n’ont pleinement réussi que dans la correspondance qui n’est qu’une conversation à distance, la poésie lyrique et le roman confession, qui ne sont qu’un épanchement du cœur » (1929 : 257).
Ce mépris affiché à l’égard du génie féminin, Sand en est victime sa vie durant. Cette femme auteur est jugée, aux yeux de ses confrères masculins, lourde, déclamatoire, prolixe, trop volubile, toujours abandonnée à une logorrhée sans aucun rapport avec les exigences de l’écriture : « Elle est bête, elle est lourde, elle est bavarde » déclare Baudelaire (1887 : 26), qui se demande « comment quelques hommes ont pu s’amouracher de cette latrine ». « Je ne puis penser à cette stupide créature sans un frémissement d’horreur. Si je la rencontrais, je ne pourrais m’empêcher de lui jeter un bénitier à la tête », surenchérit-il en ridiculisant toujours George Sand dans Mon cœur mis à nu (1887 : 687). Son style simple et « coulant » aux yeux de ses accusateurs manque aussi d’élégance et de mesure et sa fluidité étonnante d’écriture n’a aucun lien avec les affres de la création. Cette idée trouve son point d’orgue dans les propos haineux de Proudhon qui cherchent à dévaloriser le style et le talent sandiens :
Ainsi que le savent tous ceux qui se sont occupés de l’art d’écrire, ce style ballonné, qu’imitent à l’envi nos dames de lettres, cette faconde à pleine peau qui rappelle la rotondité de la Vénus hottentote, n’est pas du style : c’est article de modes ; et je ne suis que vrai en disant qu’il y a plus de style dans un aphorisme d’Hippocrate, dans une formule du droit romain, dans tels vers de Corneille, de Racine, de Molière, dans un proverbe de Sancho Pança, que dans tous les romans de Mme Sand. (Sand, 1976 : 428)
Aussi Sand est-elle fréquemment accusée de stupidité, de futilité et de superficialité. À cette accusation, l’auteure rétorque ardemment, ayant la conviction que cette infériorité culturelle attribuée à la femme n’est que « le résultat de la mauvaise éducation » à laquelle elle est condamnée. En témoignent ses propos marqués par un ton à la fois irrité et réprobateur :
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Cette ineptie et cette frivolité que vous nous jetez à la figure, c’est le résultat de la mauvaise éducation à laquelle vous nous avez condamnées, et vous aggravez le mal en le constatant. Placez-nous dans de meilleures conditions, placez-y les hommes aussi, faites qu’ils soient purs, sérieux et forts de volonté, et vous verrez bien que nos âmes sont sorties semblables des mains du créateur. (1855 : 92)
La dernière motivation de cette misogynie littéraire dont souffre Sand a une racine que l’on ne peut définir que comme personnelle. En effet, l’on connaît souvent la misogynie de certains hommes de lettres, qu’ils soient écrivains, critiques ou poètes comme les Frères Goncourt, Baudelaire, Sainte-Beuve ou Proudhon, pour ne citer que ceux-ci, mais suffit-il à expliquer la haine implacable que voue, par exemple, Baudelaire ou Barbey d’Aurevilly à Sand ? En réalité, la critique baudelairienne et la critique sandienne du XXe siècle ont beau cherché à comprendre l’animosité de Baudelaire contre Sand afin d’en atténuer la portée. Le poète, selon ces critiques qui cherchent à sauver Sand en sauvant son contempteur, n’aurait pas toujours haï Sand. Il l’aurait admirée, comme en témoignerait, dans ses premières études sur Poe parues en 1852, la qualification de celle-ci de « très grand et très justement illustre écrivain » ou encore sa suggestion de consacrer un compte rendu dans Le Hibou philosophe au Mariage de Victorine. Mais l’exécration que voue Baudelaire à cette femme auteure remonte, en réalité, à un incident personnel : ce poète, encore méconnu, est entré une fois en contact épistolaire avec George Sand le 14 août 1855 pour lui demander d’intercéder auprès du directeur de l’Odéon afin que le rôle féminin principal de sa pièce, Maître Favilla, qui doit s’y jouer, soit attribué à Marie Daubrun, dont il est épris : « Demander un service à une femme est toujours moins embarrassant que de le demander à un homme, et quand il s’agit de demander à une femme pour une femme, ce n’est plus une humiliation, c’est presque une joie » (Baudelaire, 1973 : 320).
La lettre s’achève par un compliment aussi convenu qu’hyperbolique : « vous régnez dans le cœur et l’esprit de votre siècle » (1973 : 322). Sand lui répond immédiatement, lui promettant de faire de son mieux et d’intervenir. Il la remercie dans un second billet le 19 juillet de la même année. Mais Marie Daubrun ne jouera pas la pièce, et Baudelaire croit que Sand l’a dupé et qu’elle n’a pas tenu sa promesse, alors qu’en vérité, comme l’a montré Georges Lubin à partir d’une analyse de la correspondance de Sand, celle-ci a bel et bien tenu son engagement, mais n’a pas obtenu gain de cause. Depuis, commence la fameuse histoire de la haine baudelairienne envers Sand. Si ce poète porte celle-ci dans son « cœur », c’est dans un « cœur » que font battre, non l’affection, mais plutôt la détestation et la répulsion. À la lumière de ce
« cœur mis à nu », il n’y a pas de doute : George Sand est bien l’élue de sa haine, plus encore que Girardin, qu’il dédaigne, ou que Voltaire qu’il s’en moque.
L’aversion éprouvée à l’égard de Sand d’un autre détracteur corrosif, Barbey d’Aurevilly, découle certes d’une certaine jalousie professionnelle, mais remonte aussi à un épisode personnel. Expliquons-nous. Il y a sans doute un peu de la noire envie du confrère moins heureux, qui n’a jamais connu succès si reluisant, mais peut-être faut-il voir aussi dans cette rage sans cesse réaffirmée quelque chose du dépit d’un soupirant éconduit, car Barbey n’était pas toujours insensible au charme de George Sand, tant s’en faut. En 1840, pour la première et la dernière fois, il entre en contact avec la célèbre écrivaine dont il espère s’attirer la complaisance et l’affabilité. « À l’occasion d’un article de la Revue des Deux Mondes que celle-ci consacre à l’œuvre inédite du poète Maurice de Guérin, son meilleur ami, qui vient de mourir dans sa trentième année, Barbey communique à George Sand les documents précieux qu’il a en sa possession, lettres, prose et vers » (Bertrand, 2015 : 77, 78). Empressé auprès de cette
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personnalité en vue du monde littéraire, l’obscur débutant lui fait de ferventes déclarations d’obédience, croyant que son admiration est partagée. Il confiait d’ailleurs à son ami Trebutien :
« Je l’aime encore plus pour sa beauté (un poco di cortigiana) que pour son talent et parce que, quand je lui parle, elle ne me regarde jamais. Ma Sérénissime Fatuité se rappelle à propos de cela un mot de La Bruyère qu’il me serait doux de croire vrai, – “ne regarder un homme jamais signifie la même chose que le regarder toujours” » (Aurevilly, 1981 : 127). Mais ses espérances se trouvent évanouies, lorsqu’il se rend compte que Sand demeure sourde à ces déclarations d’allégeance et que l’admiration qu’il lui voue est unilatérale. Depuis, Sand devient l’une des bêtes noires de Jules Barbey d’Aurevilly qui cherche sans cesse à entacher son image en l’accusant de perversion et de débauche, à rabaisser sa valeur de femme auteure en raillant son talent littéraire et à entraver ainsi cette immuable félicité d’écrivain dont George Sand cherche à se délecter sa vie durant.
Pour conclure, l’on pourrait dire que George Sand, cette figure emblématique du XIXe siècle, a lutté envers et contre tout pour graver à jamais son nom dans l’empyrée littéraire. Son parcours n’est pas pourtant mené sans heurts et tensions, mais malgré la haine et l’envie de ses confrères masculins, la vengeance de ses soupirants, les blessures parfois vraiment cruelles de ses détracteurs, les préjugés contraignants et avilissants de son époque, la douleur et la grande déception qui ont traversé sa vie intime et professionnelle, cette auteure n’a jamais fléchi ou abandonné son rêve. Moyennant son talent et sa plume, elle a su démontrer que la liberté et la compétence ne sont pas inaccessibles à la femme, que le génie peut être aussi femelle et que la réussite et la renommée ne se crient pas, mais elles se prouvent. Cette reconnaissance, si George Sand n’a pas su pleinement en jouir de son vivant, est en revanche amplement avouée à sa mort. Il suffit de rappeler le vibrant hommage que rend Victor Hugo à l’écrivaine, à la femme et à la lutteuse que fut Sand. Celui-ci salue les « chefs-d’œuvre » que celle-ci a produits, sa bonté généreuse, son courage et sa détermination face à la haine qu’elle a dû affronter et, surtout, la part qu’elle a prise dans l’accomplissement du progrès :
Les êtres comme George Sand sont des bienfaiteurs publics. Ils passent, et à peine ont-ils passé que l’on voit à leur place, qui semblait vide, surgir une réalisation nouvelle du progrès. [...] Le travailleur s’en est allé ; mais son travail est fait. [...] George Sand meurt, mais elle nous lègue le droit de la femme puisant son évidence dans le génie de la femme. C’est ainsi que la révolution se complète. (Hugo, 1876 : 916)
La disparition physique de George Sand est accompagnée donc par la confirmation de sa gloire littéraire. Elle ressemble, par cela, à beaucoup d’autres artistes talentueuses, libres et courageuses, qui « en devenant invisibles sous une forme deviennent visibles sous l’autre, subissant par là une transfiguration sublime » (Hugo, 1876 : XXXI).
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Le Locataire chimérique de
Roland Topor : La haine de l’autre comme outrage à l’ipséité
DENIS MOREAU Université d’Aix-Marseille
The relationship with the others in The Tenant by Roland Topor is systematically represented as an unequal balance of power, felt as an anxiety-provoking experience that transforms the perception of the self. The dislocation of identity is accompanied by a pro- gressive destruction of the individual psyche that reaches its cli- max in a fierce paroxysm of cruelty and violence. The problem of the other is thus closely related to the identity crisis caused by a deep sense of isolation and persecution. Unable to maintain a coherent perception of the self, lost in a fictitious world where he can be only a persecuted victim, a martyred and depersonalized scapegoat, the main character Trelkovsky sinks into paranoia and severe emotional distress. Ipseity in Roland Topor’s novel is con- stantly undermined by the presence of the others – pitiless tor- turers motivated by hostility, anger and hatred.
Le rapport à l’autre dans Le Locataire chimériquede Roland Topor est représenté de façon systématique comme un rapport de forces disproportionné, ressenti comme une menace éminemment anxiogène et transformant la perception de soi. Cette dislocation progressive de l’identité du personnage, subtil mouvement de dé- construction procédant par enchaînement pour atteindre un paroxysme de cruauté malveillante, forme et détermine la question de l’autre telle qu’elle se présente ici, c’est-à-dire comme une per- ception vive d’une mise hors de soi, d’une graduelle non-coïnci- dence à soi-même, menant à un échange ontologique dont l’horreur ne fait qu’établir un champ d’avenir constitué de peur et de souffrance. Trelkovsky, martyrisé et désidentifié, évolue ainsi dans un autre ordre de réalité : lieu du fantastique mais aussi – et surtout – lieu du livre, monde fictionnel qui, dans un déplacement essentiel, instaure en lui-même un état de choses uniquement déterminé par son fonctionnement propre, et où l’ipséité est sans cesse mise à mal par la présence d’autrui.
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The Tenant by Roland Topor: Hatred of the Other as a Threat against Ipseity
Motsclés
Roland Topor ; Le Locataire chimérique ; ipséité ; haine ; violence ; identité.
Keywords
Roland Topor; The Tenant; ipseity;
hate; violence;
identity.
1/2021
©2021 AIC DOI: 10.47743/aic-2021-1-0003
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Le Locataire chimérique, roman de Roland Topor publié en 19641 est la relation de l’ostracisme et du martyre d’un individu isolé, placé face à un groupe exerçant sur ce dernier un pouvoir de contrainte sans cesse grandissant, aboutissant à une violence meurtrière dont la figuration, au sein du texte, met au jour une dramatisation transgressive qui vient problématiser un rapport à l’autre extrémisé par la violence.
Le microcosme social que représente l’immeuble, l’isolat culturel qu’il incarne de façon toujours menaçante et la charge socio-morale qu’il véhicule contribuent à transformer la conduite de Trelkovsky en une source ininterrompue de motifs de stigmatisation générateurs de tourments. Le protagoniste apparaît toujours de la sorte, en position de décalage par rapport à autrui, embourbé dans un combat (combat contre les voisins mais aussi combat intérieur) dont il ne pourra, quoi qu’il advienne, sortir victorieux. La peur physique de l’autre se transforme progressivement en une angoisse métaphysique de se perdre soi-même, de se trouver spolié de sa propre identité et d’être réduit à néant.
Cette précarité identitaire, provoquée et amplifiée par la menace permanente que représente le groupe constitué de voisins hostiles, est profondément ancrée dans l’interaction imposée et douloureusement subie avec les autres. Les voisins – ennemis et bourreaux – imposent leur autorité normative et, ce faisant, ils réorganisent progressivement les perceptions et les comportements de leur victime. Peu à peu, Trelkovsky se trouve ainsi dépouillé de lui- même et de la reconnaissance de soi. En cessant d’être lui-même pour devenir une autre personne, il fait l’expérience directe d’une altérité fondamentale et d’une sévère remise en cause de son identité singulière en tant que « je » agissant et connaissant. En devenant « un autre Trelkovsky », il devient étranger à lui-même. Nouvel arrivant, il ne pourra être agrégé à la communauté déjà constituée ; il est, de facto, uniquement destiné à jouer le rôle de l’allochtone incapable d’adopter une attitude conforme aux mœurs et principes du clan majoritaire.
Trelkovsky, pris au piège machiavélique ourdi par les autres locataires de l’immeuble, va être précipité dans une angoissante zone de flou identitaire, et va se voir dépossédé des principaux attributs qui le définissent précisément en tant que lui-même, le poussant à se demander « à partir de quel moment […] l’individu n’est-il plus celui que l’on pense » (Topor, 1996 : 63). On cherche progressivement à l’effacer afin de le remplacer par « quelqu’un d’autre » ; on lui dérobe même son passé, symbolisé par deux valises emplies de souvenirs :
La première disparition qu’il constata fut celle du poste de T.S.F. Un peu plus tard, il découvrit l’absence de ses deux valises.
Il n’avait plus de passé.
Oh ! Il n’y avait rien de bien précieux à l’intérieur, simplement un appareil de photographie, une paire de chaussures, quelques livres. Mais il y avait également des clichés de lui enfant, de ses parents, de ses quelques amours d’adolescent, des lettres, quelques souvenirs venus du plus lointain de sa vie. Les larmes lui brouillèrent la vue. (69)
Ce rapport à l’autre, vécu comme menaçant et pernicieux, se généralise peu à peu, s’ancre inéluctablement au sein d’une pensée globalisante dans laquelle « l’incontestable fait d’autrui2 », envahit progressivement le champ de la conscience :
1 Et porté à l’écran en 1976 par Roman Polanski sous le titre Le Locataire.
2 Pour reprendre la formule de Jean-Paul Sartre : « Le fait d’autrui est incontestable et m’atteint en plein cœur. Je le réalise par le malaise. Par lui je suis perpétuellement en danger dans un monde qui est ce monde et que pourtant je ne puis que pressentir » (Sartre, 1943 : 322).