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FRÈRES ENNEMIS

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Academic year: 2022

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Editura Universităţii „Alexandru Ioan Cuza”, Iaşi

NEXT ISSUE: REALITATE – IREALITATE / REALITY – UNREALITY / RÉALITÉ – IRRÉALITÉ

FRAŢI INAMICI

INIMICAL BROTHERS

FRÈRES ENNEMIS

23 (1/2019)

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Acta Iassyensia Comparationis

Fraţi inamici Inimical brothers

Frères ennemis

23(1/2019) http://literaturacomparata.ro/Site_Acta/index.html

C

el de-al 23-lea număr al AIC include abordări ale temei FRAŢI INAMICI, propuse de cercetători din Franţa, Italia, Grecia, Statele Unite şi România.

Relaţiile fraterne sunt analizate amănunţit ca interacţiune de bază în sânul familiei – aşa cum sunt de regulă tratate în literatură –, dar şi ca metafore ale dublei personalităţi;

ale firilor diferite şi ale sentimentelor de iubire-ură dintre confraţii artişti şi poeţi; ale conflictelor de natură rasială, socială, religioasă şi geopolitică între două sau mai multe entităţi.

T

he 23rdissue of AIC encompasses approaches, submitted by researchers from France, Italy, Greece, United States and Romania, to the INIMICAL BROTHERS theme. Sibling relationships are thoroughly analysed as basic family interaction – the way it is usually depicted in literature –, but also as metaphors of the split personality, of dif- fering characters and love-hate feelings among brethren artists and poets, of conflicting racial, social, religious and geopolitical entities.

L

e 23èmenuméro d’AIC, dédié au thème FRÈRES ENNEMIS, comprend une série de contributions signées par des chercheurs de France, d’Italie, de Grèce, des États-Unis et de Roumanie. Les relations entre frères sont analysées, de manière approfondie, en tant qu’interaction familiale de base – ainsi qu’elle est d’habitude décrite dans la littérature –, mais également en tant que métaphores – de la double personnalité ; des caractères opposés et des sentiments d’amour-haine chez les con- frères artistes et poètes ; des conflits de nature raciale, sociale, religieuse et géopolitique entre deux ou plusieurs entités.

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nr. 23AIC 1/2019

©2019 AIC

Cuprins/Contents/Contenu

Lavinia SIMILARU

Hermanos que enfrentan a sus hermanas para defender la honra

de la familia en dos novelas ejemplares de Cervantes...1

David PAIGNEAU

Baudelaire, Delacroix, Nadar. Enjeux de la représentation de soi, de l’autre et du monde...11

Lorella MARTINELLI

Fratricidio e tratta degli schiavi nel Négrierdi Édouard Corbière...23

Florence FIX

Hantise de la guerre civile en France en 1873 : frères d’armes plutôt que frères ennemis au théâtre...33

Dragoş AVĂDANEI

The Potential Self As Brotherly Enemy...43

Osvaldo Di PAOLO HARRISON

Femicidio. La mujer como causa de despecho entre dos hermanos en conflicto emocional en

“La intrusa” de Jorge Luis Borges...51

Roberto RODRÍGUEZ MILÁN

Un máximo de libertad y concordia:Julián Marías y la transición española a la democracia...63

Caroline OULAÏ

Les Rougon-Macquart : rivalités au chevet d’une mère névrosée...75

Elisabeth SCHULZ

Contexte hostile, pauvreté et bonheur dans la littérature judéo-méditerranéenne et orientale francophone...83

Recenzii / Book reviews Adrian CRUPA

Preumblând către Moarte...93

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DOI:10.47743/aic-2019-1-0001

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LAVINIA SIMILARU

2 1. El “realismo” de Cervantes

Los escritos de Cervantes tienen un innegable valor simbólico, que todos los lectores perciben, y este valor simbólico les impide muy a menudo desentrañar la vertiente realista del escritor preclaro. Porque Don Quijote y las demás obras de Cervantes brindan al lector entendido una representación indudablemente realista de la España del autor, siendo actualmente, cuatrocientos años después de su publicación, un admirable, extraordinario y desconcertante documento histórico y antropológico. En el Quijote, en las novelas ejemplares, en los entremeses pululan gentes del pueblo, barberos, venteros, pastores, labradores, hidalgos, nobles, estudiantes, curas, frailes, titiriteros, ladrones, bandoleros, fregonas y mujeres vulgares… Todos descritos con un realismo asombroso. Cada uno con su oficio y sus pensamientos. Jean Canavaggio destaca:

Resucitar la caballería andante es encarnarla en la cotidianidad, en el marco familiar de una existencia concreta: las llanuras de la Mancha adonde el héroe va en busca de aventuras, la venta donde es armado caballero, los caminos por los que se cruza con cabreros, monjes y galeotes sólo muestran el «realismo» cervantino como signos de un presente del que no podría abstraerse y que, en la cúspide de su exaltación, lo devuelve siempre a la tierra. En la bisagra del mundo prosaico en el que se arraiga y del mundo ideal hacia el que se proyecta incansablemente, don Quijote no tiene más salida que integrar este presente en su sistema de pensamiento. (1995: III, 62)

En Don Quijote escuchamos el cuerno del campesino que recoge su manada de cerdos (que Don Quijote confunde con la trompeta que debería anunciar la llegada de un caballero tan destacado como él a la venta), o sentimos el “olor de ajos crudos” (II, 10) de una campesina, cuando Sancho le muestra a su amo a Dulcinea encantada. Participamos en la cena de los pastores, vemos a la mujer de Sancho Panza hilando y a su hija lavando la ropa en el río…

Cuando Teresa escribe a su marido Sancho Panza, aprovecha la oportunidad de informarle a él y de informar también a los lectores de los siglos venideros, sobre los acontecimientos más destacados del pueblo. No podemos dejar de mencionar que Teresa es analfabeta y tiene que dictar esta memorable carta, que al fin y al cabo es un modelo de precisión y de laconismo; es casi un informe sobre lo ocurrido en el pueblo durante la indeseada separación de los cónyuges. Empieza con un comentario sobre el deber mal cumplido de un joven pintor y hay informaciones sobre la manera de ejercer profesiones en la época:

Las nuevas deste lugar son que la Berrueca casó a su hija con un pintor de mala mano, que llegó a este pueblo a pintar lo que saliese; mandóle el Concejo pintar las armas de Su Majestad sobre las puertas del Ayuntamiento, pidió dos ducados, diéronselos adelantados, trabajó ocho días, al cabo de los cuales no pintó nada, y dijo que no acertaba a pintar tantas baratijas; volvió el dinero, y, con todo eso, se casó a título de buen oficial; verdad es que ya ha dejado el pincel y tomado el azada, y va al campo como gentilhombre. (II, 52)

Parece que la autorización para pintar la sacaba cualquiera. No faltan informaciones sobre la tarifa.

La carta no tiene desperdicio: la esposa de Sancho consigna de manera admirable los detalles de la vida cotidiana de los labradores, la escasez de la cosecha —“Hogaño no hay aceitunas, ni se halla una gota de vinagre en todo este pueblo” (II, 52)—,, las tareas de cada día,

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y también se le escapan comentarios sobre los amores ilícitos de sus paisanos. Hay verdaderas y expresivas crónicas de los desposorios llevados a cabo o malogrados y sobre algún amancebamiento. Son datos valiosísimos desde el punto de vista histórico, sociológico, antropológico.

Otro joven tiene intención de hacerse sacerdote, abandonando a una novia que tenía en el pueblo, y Cervantes hace constar otra realidad de su época, que hoy nos parece extraña:

prometer matrimonio a una mujer y no cumplir la promesa se castigaba. “El hijo de Pedro de Lobo se ha ordenado de grados y corona, con intención de hacerse clérigo; súpolo Minguilla, la nieta de Mingo Silvato, y hale puesto demanda de que la tiene dada palabra de casamiento;

malas lenguas quieren decir que ha estado encinta dél, pero él lo niega a pies juntillas” (II, 52).

No podemos dejar de destacar la indulgencia de Teresa, que, a pesar de su ignorancia, no condena los yerros de otras mujeres: “Por aquí pasó una compañía de soldados; lleváronse de camino tres mozas deste pueblo; no te quiero decir quién son: quizá volverán, y no faltará quien las tome por mujeres, con sus tachas buenas o malas” (II, 52).

Un testimonio extraordinariamente estremecedor y al mismo tiempo realista es el de Cenotia, una bruja de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. La mujer había tenido que abandonar muy de prisa España, su país, por miedo a la Inquisición: “Salí de mi patria habrá cuatro años, huyendo de la vigilancia que tienen los mastines veladores que en aquel reino tienen del católico rebaño…” (II, 9). El relato es espeluznante: “…la persecución de los que llaman inquisidores en España me arrancó de mi patria: que cuando se sale por fuerza della, antes se puede llamar arrancada que salida. Vine a esta isla por extraños rodeos, por infinitos peligros, casi siempre como si estuvieran cerca, volviendo la cabeza atrás, pensando que me mordían las faldas los perros, que aun hasta aquí temo…” (II, 9).

Cervantes nos deja testimonio fidedigno y objetivo sobre el desarrollo de la técnica en su época. Es ejemplar, en este sentido, el capítulo sobre la imprenta. José María Paz Gago destaca:

“Libro de los libros, en su condición de primera novela moderna, el Quijote manifiesta la consolidación de la escritura impresa como soporte de la literatura en general y del relato de ficción en particular” (2006: 59). El mismo profesor observa la importancia antropológica de este relato de Cervantes: “Esta fascinante visita del nuevo caballero andante a un taller de imprenta, la tecnología que lo ha hecho posible, que le ha dado la vida de ente tipográfico por antonomasia y ha desencadenado su propia historia imaginaria, historia de un lector empedernido y de un libro en sí misma, es tanto más sorprendente cuanto que existen poquísimos testimonios y documentos sobre el funcionamiento de las imprentas en Europa”

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Pero lo más llamativo sobre la técnica en las obras de Cervantes lo constituye, sin duda, la descripción de los molinos de viento, que Don Quijote, en su delirio, confunde con sus enemigos y no duda en acometer: “embistió con el primero molino que estaba delante; y, dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo” (I, 8).

José María Paz Gago consigna la presencia de las “instalaciones preindustriales” en la novela, y apunta:

Imponentes construcciones dotadas de largos brazos en continua agitación, artefactos movidos por vísceras mecánicas, maquinarias complejísimas elevando sus amplias aspas vestidas de velas como inacabables mangas, dejando a la vista sus chirriantes engranajes allí donde se entroncaban con aquella amenazante cabeza cuneiforme que coronaba el cuerpo de

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la gigantesca torre blanqueada… No es de extrañar que aquellos aparatosos edificios antropomorfos, los molinos de viento, devoradores insaciables de cereales de tantas cosechas, apareciesen a los ojos de los mortales como criaturas extraordinarias de fortísima complexión mecánica y aspecto feroz, ingredientes que Cervantes supo utilizar con envidiable habilidad narrativa, convertidos en gigantes temibles, aunque sólo fuesen imaginarios…”. (2006: 29)

2. El honor en el Siglo de Oro

El honor es, sin duda, uno de los temas predilectos de los escritores del Siglo de Oro. Hay un montón de obras de teatro que debaten dicho tema. Lope de Vega y Calderón de la Barca son los incontestables maestros del género. En su poema Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, que compuso para leerlo delante de la Academia de Madrid en 1609, Lope de Vega recomienda este tema:

Los casos de la honra son mejores,

porque mueven con fuerza a toda gente;

con ellos las acciones virtüosas, que la virtud es dondequiera amada, pues [que] vemos, si acaso un recitante hace un traidor, es tan odioso a todos que lo que va a comprar no se lo venden, y huye el vulgo de él cuando le encuentra;

y si es leal, le prestan y convidan,

y hasta los principales le honran y aman, le buscan, le regalan y le aclaman. (327-337)

Gracias a Lope nos enteramos de que era un tema muy amado por el público de la época e inspiraba reacciones apasionadas de este. ¿Por qué interesaba tanto este tema? Porque la sociedad de aquel entonces concedía un papel primordial al honor.

Juan María Marín aclara que no es lo mismo honra y honor: “El honor pertenecía al patrimonio que uno heredaba de su familia, a través de la sangre, y que tenía su fundamento en la virtud de los antepasados, sobre todo, en la pureza que dimanaba de no haberse mezclado con judíos ni musulmanes” (apud Vega, 1992: 23). Más adelante, el crítico añade matices muy interesantes: “El honor es virtud objetiva, heredada, mientras que la honra es de carácter subjetivo, se merece, se alcanza con las propias acciones y la otorgan los demás miembros del grupo social, por lo que se encuentra vinculada a la opinión ajena, al concepto en que los demás tienen al individuo” (24).

El mismo autor consigue desentrañar por qué abundan las obras literarias cuyo argumento gira en torno al tema del honor: por una parte, gustan al público, son “la moda, lo «comercial»”

(22); por otra parte, los escritores utilizaban como fuentes de inspiración las Crónicas y el Romancero, de donde “tomaban aquella concepción de lo heroico” (23).

Calderón de la Barca en El Alcalde de Zalamea hace que el protagonista Pedro Crespo diga que le debe ofrecer al rey su hacienda, pero no su honor:

Al Rey, la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma,

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y el alma sólo es de Dios. (874-876)

La honra se podía perder por haber cometido actos reprobables, como los robos, o las conductas cobardes, pero también por tener en la familia a una mujer deshonrada, una joven soltera que había perdido su virginidad, o una mujer casada y adúltera. La deshonra de la familia era seguida por la venganza y la recuperación de la honra, lo que suponía que un hombre de la familia agraviada se batiera en duelo con el que los había ofendido y castigara a todos los culpables. La mujer soltera tenía que casarse con el seductor, o —si no era posible—, volverse monja, mientras que el seductor era matado. En cuanto a la mujer adúltera, ella era condenada a muerte, junto con su amante y con todos los que habían ayudado a llevar a cabo el adulterio.

3. La honra según Cervantes

Cervantes no podía ignorar un tema tan relevante de la literatura de su época. En Don Quijote, Marcela dice: “La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso” (I, 14).

Como era de esperar, Don Quijote estima mucho la honra y no deja de mencionarla. En la venta asegura que es “enemigo de que se quite la honra a nadie” (I, 17). El caballero considera que es su deber velar por la honra de las mujeres: “Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por las reinas” (I, 25).

La honra, para Cervantes, parece coincidir con la virtud: “La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero, como la virtud dé alguna luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y, por el consiguiente, favorecida” (II, “Prólogo al Lector”). Más tarde, cuando Basilio consigue —mediante un embuste— casarse con su amada Quiteria, quitándosela al rico Camacho, Don Quijote discurre con Basilio sobre el matrimonio y la honra, Cervantes da la impresión de dudar que el pobre pueda tener honra: “El pobre honrado, si es que puede ser honrado el pobre, tiene prenda en tener mujer hermosa, que, cuando se la quitan, le quitan la honra y se la matan” (II, 22).

Varias veces relaciona Cervantes la honra con la pobreza. Cuando Don Quijote se queda solo, porque Sancho se va a hacerse gobernador, al caballero se le rompe una media y, muy triste, reflexiona sobre la pobreza, sin dejar de vincularla con la honra: “¡Miserable del bien nacido que va dando pistos a su honra, comiendo mal y a puerta cerrada, haciendo hipócrita al palillo de dientes con que sale a la calle después de no haber comido cosa que le obligue a limpiárselos! ¡Miserable de aquel, digo, que tiene la honra espantadiza, y piensa que desde una legua se le descubre el remiendo del zapato, el trasudor del sombrero, la hilaza del herreruelo y la hambre de su estómago!” (II, 44). Está claro que la honra depende de la fortuna que uno posee, y el pobre no tiene recursos para defender su honra, es decir su dignidad.

En la “Novela del Curioso Impertinente”, incluida en Don Quijote, que es la historia de los dos amigos, Anselmo y Lotario, Cervantes nos aclara qué piensa de la honra de los hombres casados, ya que Lotario se aparta de Anselmo cuando este se casa: “es tan delicada la honra del casado, que parece que se puede ofender aun de los mesmos hermanos, cuanto más de los amigos” (I, 33).

El mismo Lotario se indigna cuando Anselmo, su amigo casado, le pide que tiente a su mujer, para averiguar si le es fiel: “me pides, según yo entiendo, que procure y solicite quitarte

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la honra y la vida, y quitármela a mí juntamente. Porque si yo he de procurar quitarte la honra, claro está que te quito la vida, pues el hombre sin honra peor es que un muerto; y, siendo yo el instrumento, como tú quieres que lo sea, de tanto mal tuyo, ¿no vengo a quedar deshonrado, y, por el mesmo consiguiente, sin vida?” (I, 33).

Es interesante esta réplica de Lotario, puesto que deja muy claro que la honra y la vida eran una sola cosa, y quitarle la honra significaba quitarle la vida. En la Segunda Parte de la magnífica novela, Don Quijote compara la honra con la libertad, estimando que por ellas vale la pena perder la vida: “por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida” (II, 53).

En uno de los últimos capítulos, cuando Don Quijote es vencido por el Caballero de la Blanca Luna —derrota que precipitará el abatimiento del héroe, quien ya no tendrá fuerzas para seguir viviendo—, Don Quijote, tendido en el suelo, suplica al vencedor que le quite la vida, porque sin honra, nada vale: “Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra” (II, 54).

4. Hermanos que enfrentan a sus hermanas para defender la honra de la familia No cabe duda de que la honra suscita el interés de Cervantes. Hemos visto que el ilustre escritor discurre sobre ella en su famosa novela Don Quijote de la Mancha, pareciendo compartir la mentalidad de sus contemporáneos. Pero Cervantes también debate el tema en dos de sus novelas ejemplares: “Las dos doncellas” y “La señora Cornelia”. Aquí Cervantes se aparta nítidamente de la estrecha visión de su época.

4.1. “Las dos doncellas”

En las primeras líneas de esta novela “de sorpresas y trucos tanto para los personajes como para los lectores”, que “comienza en medias res” (Sieber apud Cervantes,1992: II 24), Cervantes nos hace caminar una vez más por los caminos de la España de su época. Entramos a una posada, acompañando a un caminante que viene cabalgando un caballo pequeño, al anochecer. Se apea muy ligero, pero después se desmaya. Vuelve en sí, y pide que nadie le moleste, solo quiere dormir, y por eso paga las últimas dos camas libres de la posada. No pasa mucho tiempo, y llega otro caballero, que insiste en quedarse, aunque tenga que dormir en el suelo. Le hablan del primer viajero, y despiertan su curiosidad, desea verle a toda costa. El alguacil, que pasa por el lugar, le brinda ayuda de la autoridad, y el segundo caballero entra a dormir en la otra cama de la habitación. El primero finge dormir, para no tener que decirle nada. El drama irrumpe en el silencio de la noche de invierno: “Eran las noches de las perezosas y largas de diciembre, y el frío y el cansancio del camino forzaba a procurar pasarlas con reposo; pero, como no le tenía el huésped primero, a poco más de la media noche, comenzó a suspirar tan amargamente que con cada suspiro parecía despedírsele el alma; y fue de tal manera que, aunque el segundo dormía, hubo de despertar al lastimero son del que se quejaba” (II, 204). Durante este llanto, el primer viajero revela sin darse cuenta su terrible secreto, ya que dice:

Pero, ¿de quién me quejo, cuitada? ¿Yo no soy la que quise engañarme? ¿No soy yo la que tomó el cuchillo con sus mismas manos, con que corté y eché por tierra mi crédito, con el que de mi valor tenían mis ancianos padres? ¡Oh fementido Marco Antonio! ¿Cómo es posible que en las dulces palabras que me decías viniese mezclada la hiel de tus descortesías y desdenes? ¿Adónde estás, ingrato; adónde te fuiste, desconocido? Respóndeme, que te hablo;

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espérame, que te sigo; susténtame, que descaezco; págame, que me debes; socórreme, pues por tantas vías te tengo obligado. (II, 204-205)

El lector comprende que se trata de una joven burlada por su prometido, y con el lector lo comprende también el segundo viajero, quien le pide a la muchacha el relato de sus desgracias.

Ella accede, con la condición de que el otro no se acerque a su cama. Confiesa que se llama Teodosia, que tiene padres nobles y “más que medianamente ricos” (II, 206), y un hermano que estudia en Salamanca. Se enamoró del hijo de un vecino, “más rico que mis padres y tan noble como ellos” (II, 206). Marco Antonio supo aprovecharse de los sentimientos de la doncella, que ahora se lamenta con estas palabras:

Llegóse a todo esto las promesas, los juramentos, las lágrimas, los suspiros y todo aquello que, a mi parecer, puede hacer un firme amador para dar a entender la entereza de su voluntad y la firmeza de su pecho. Y en mí, desdichada (que jamás en semejantes ocasiones y trances me había visto), cada palabra era un tiro de artillería que derribaba parte de la fortaleza de mi honra; cada lágrima era un fuego en que se abrasaba mi honestidad; cada suspiro, un furioso viento que el incendio aumentaba, de tal suerte que acabó de consumir la virtud que hasta entonces aún no había sido tocada; y, finalmente, con la promesa de ser mi esposo, a pesar de sus padres, que para otra le guardaban, di con todo mi recogimiento en tierra; y, sin saber cómo, me entregué en su poder a hurto de mis padres, sin tener otro testigo de mi desatino que un paje de Marco Antonio, que éste es el nombre del inquietador de mi sosiego. (II, 207)

Marco Antonio desaparece dos días después de quitarle la honra a la infeliz muchacha. Ella sale a buscarle, vestida de varón, y va hacia Salamanca, porque parece que a Salamanca había ido Marco Antonio. A cada paso teme ser alcanzada por sus padres, y sobre todo por su hermano: “Y lo que más me fatiga es que mis padres me han de seguir y hallar por las señas del vestido y del cuartago que traigo; y, cuando esto no tema, temo a mi hermano, que está en Salamanca, del cual, si soy conocida, ya se puede entender el peligro en que está puesta mi vida;

porque, aunque él escuche mis disculpas, el menor punto de su honor pasa a cuantas yo pudiere darle” (II, 208). Pero, al despuntar la mañana, se da cuenta de que le había confesado todas estas cosas precisamente a su hermano, a quien tanto temía.

Teodosia está muy turbada, está aterrorizada por la presencia de don Rafael y piensa que su último día de vida ha llegado. Se arrodilla y, tendiéndole la daga, pide a su hermano que le quite la vida, para recuperar la honra de la familia: “Toma, señor y querido hermano mío, y haz con este hierro el castigo del que he cometido, satisfaciendo tu enojo, que para tan grande culpa como la mía no es bien que ninguna misericordia me valga. Yo confieso mi pecado, y no quiero que me sirva de disculpa mi arrepentimiento” (II, 210). Es muy interesante lo que la mujer le dice a continuación a su hermano: quiere que él le quite la vida, pero no la honra. Su yerro no tiene que perjudicar la honra de la familia. En peligro de muerte, piensa en la honra de la familia. La honra es más importante que la vida de una joven: “sólo te suplico que la pena sea de suerte que se estienda a quitarme la vida y no la honra; que, puesto que yo la he puesto en manifiesto peligro, ausentándome de casa de mis padres, todavía quedará en opinión si el castigo que me dieres fuere secreto” (II, 210).

Don Rafael reflexiona. El comportamiento indigno de su hermana “le incitaba a la venganza” (II, 210), pero su obediencia y la sinceridad de su arrepentimiento le conmueven. El

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hombre renuncia a la venganza, y propone a su hermana que se vista de hombre, y que vayan los dos juntos a buscar a Marco Antonio. Esta sería “una solución típicamente cervantina, muy opuesta a las reacciones de la comedia”. (Menéndez Peláez et al., 2005: 692). Cervantes cambia el desenlace habitual de las historias de honra de su tiempo, demostrando una tolerancia que el pensamiento colectivo alcanzará dentro de unos siglos.

4.2. “La señora Cornelia”

En esta novela ejemplar, Cervantes no contradice la concepción de su época sobre la honra perdida, que requiere venganza. Pero la mujer culpable tampoco es matada por su hermano.

Dos jóvenes estudiantes de Salamanca, don Antonio de Izunza y don Juan de Gamboa, muy buenos amigos, deciden seguir sus estudios en Bolonia, deslumbrados por esta ciudad italiana, que conocen en un viaje. Ahí llevan la vida de cualquier estudiante. Una noche don Juan sale solo, sin esperar a su amigo, y oye que le llaman desde un portal. Una voz de mujer le pregunta si es Fabio, y él dice que sí. Harry Sieber lo explica de esta manera: “El misterio viene de una voz anónima y femenina, de la que espera seguramente don Juan una aventura amorosa.

La oscuridad, la voz y el anonimato hacen que don Juan mienta” (apud Cervantes, 1992: II, 28).

En la oscuridad le entregan un bulto, y cierran el portal. El bulto empieza a llorar, y don Juan comprende que le habían entregado un niño recién nacido. Lleva la criatura a la casa donde vive con don Antonio, y da dinero a la criada, para que busque acomodo al niño, ya que las parteras no faltan (otro detalle antropológico importante). Después, don Juan regresa a la calle, a ver si le llaman otra vez desde el mismo portal. Pero cerca del lugar encuentra unos hombres que luchan, y se da cuenta de que varios acometen a uno solo. Don Juan no duda en desenvainar la espada, para socorrer al caballero desamparado. El caballero que defiende don Juan es herido, y el héroe tiene que seguir luchando solo en contra de los seis enemigos, pero la suerte hace que los vecinos enciendan velas en las ventanas, y den voces, para que acuda la justicia. Esto salva a don Juan, puesto que sus rivales huyen. El herido se levanta, “porque las estocadas hallaron un peto como de diamante en que toparon”. Don Juan le dice su nombre al caballero, y, como se acerca la gente de este, le deja, llevándose un sombrero que no es suyo.

Antes de llegar a su posada, encuentra a don Antonio, y su amigo le confiesa que esa noche le ha ocurrido algo inaudito: una mujer con la cara tapada le había pedido ayuda. La ha dejado en la posada, y ha venido a cumplir lo que la dama le ha pedido: “Por quien sois, que me dejéis aquí encerrada y no permitáis que ninguno me vea, y volved luego al mismo lugar que me topastes y mirad si riñe alguna gente, y no favorezcáis a ninguno de los que riñeren, sino poned paz, que cualquier daño de las partes ha de resultar en acrecentar el mío” (II, 247). Ella teme, porque uno de los combatientes es el hombre que ama, y el otro su hermano, quien quiere defender la honra de su familia. Harry Sieber observa con razón los “clichés literarios: una noche oscura, una criatura misteriosa, una pelea de armas, una mujer perdida y confusa y un hombre sin nombre” (apud Cervantes,1992: II, 29).

Regresan los dos a la posada, y la joven encerrada reconoce el sombrero que trae don Juan:

le pertenece al duque de Ferrara. Ella se tranquiliza al enterarse de que el duque está bien, y les quiere contar su historia. Entonces pasa el ama con el niño, y la señora oye el llanto, y pide amamantar al niño. Después les dice que es Cornelia Bentibolli, una noble de la ciudad, huérfana desde pequeña. Se ha entregado al duque de Ferrara, bajo promesa de matrimonio, y acaba de dar a luz un niño. Su hermano se ha enterado, y quiere vengarse del duque. Le

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muestran los pañales que el niño llevaba al ser recibido por don Juan, y la señora Cornelia los reconoce, y comprende que el bebé es suyo.

Llaman a la puerta, y un paje anuncia la llegada de Lorenzo Bentibolli, el hermano de Cornelia. Al escuchar el nombre del visitante, a la pobre mujer la invade un miedo terrible: “¡Mi hermano, señores; mi hermano es ése! Sin duda debe de haber sabido que estoy aquí, y viene a quitarme la vida. ¡Socorro, señores, y amparo!” (II, 256).

Lorenzo Bentibolli no conoce el paradero de su hermana; él busca a don Juan, y le pide ayuda para vengar la deshonra de su hermana. Al día siguiente tienen que salir de Bolonia hacia Ferrara, donde vive el duque. Don Juan no le confiesa haber brindado amparo a la señora Cornelia y le oculta que la mujer se halla en su casa, prefiere prometerle ayuda. Cornelia se asusta al escuchar las noticias:

¡Válame Dios! […]; grande es, señor, vuestra cortesía y grande vuestra confianza.

¿Cómo, y tan presto os habéis arrojado a emprender una hazaña llena de inconvenientes? ¿Y qué sabéis vos, señor, si os lleva mi hermano a Ferrara o a otra parte? Pero dondequiera que os llevare, bien podéis hacer cuenta que va con vos la fidelidad misma, aunque yo, como desdichada, en los átomos del sol tropiezo, de cualquier sombra temo; y ¿no queréis que tema, si está puesta en la respuesta del duque mi vida o mi muerte, y qué sé yo si responderá tan atentadamente que la cólera de mi hermano se contenga en los límites de su discreción?

Y, cuando salga, ¿paréceos que tiene flaco enemigo? (II, 259)

La pobre mujer deberá esperar llena de angustia el desenlace de los acontecimientos. No tiene más remedio que esperar con resignación y rezar: “Y ¿no os parece que los días que tardáredes he de quedar colgada, temerosa y suspensa, esperando las dulces o amargas nuevas del suceso? ¿Quiero yo tan poco al duque o a mi hermano que de cualquiera de los dos no tema las desgracias y las sienta en el alma?” (II, 259).

Los dos caballeros españoles van con Lorenzo Bentibolli, a desafiar al duque, y la señora Cornelia se queda con la criada. Esta, al enterarse de lo ocurrido, se imagina mil desgracias:

¡Ay señora de mi alma! ¿Y todas esas cosas han pasado por vos y estáisos aquí descuidada y a pierna tendida? O no tenéis alma, o tenéisla tan desmazalada que no siente.

¿Cómo, y pensáis vos por ventura que vuestro hermano va a Ferrara? No lo penséis, sino pensad y creed que ha querido llevar a mis amos de aquí y ausentarlos desta casa para volver a ella y quitaros la vida, que lo podrá hacer como quien bebe un jarro de agua. Mirá debajo de qué guarda y amparo quedamos, sino en la de tres pajes, que harto tienen ellos que hacer en rascarse la sarna de que están llenos que en meterse en dibujos; a lo menos, de mí sé decir que no tendré ánimo para esperar el suceso y ruina que a esta casa amenaza. ¡El señor Lorenzo, italiano, y que se fíe de españoles, y les pida favor y ayuda; para mi ojo si tal crea! (II, 261-262) Estas palabras llenas de sabiduría aterrorizan a la noble dama: “Pasmada, atónita y confusa estaba Cornelia oyendo las razones del ama, que las decía con tanto ahínco y con tantas muestras de temor, que le pareció ser todo verdad lo que le decía, y quizá estaban muertos don Juan y don Antonio, y que su hermano entraba por aquellas puertas y la cosía a puñaladas” (II, 262). Cornelia sigue el consejo de la criada, y van juntas al pueblo de un cura, que les ofrecerá alojamiento.

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En el camino, Lorenzo Bentibolli y su gente encuentran al duque con los suyos. Don Juan intercede por Lorenzo Bentibolli, y el duque asegura que se casará con Cornelia, pero no lo ha podido hacer todavía: “si públicamente no celebré mis desposorios, fue porque aguardaba que mi madre (que está ya en lo último) pasase désta a mejor vida, que tiene deseo que sea mi esposa la señora Livia, hija del duque de Mantua, y por otros inconvenientes quizá más eficaces que los dichos, y no conviene que ahora se digan” (II, 265). Lo que le pesa es no saber nada de Cornelia, ni del niño: “Preguntéle por Cornelia, díjome que ya había salido, y que aquella noche había parido un niño, el más bello del mundo, y que se le había dado a un Fabio, mi criado. La doncella es aquella que allí viene; el Fabio está aquí, y el niño y Cornelia no parecen. Yo he estado estos dos días en Bolonia, esperando y escudriñando oír algunas nuevas de Cornelia, pero no he sentido nada” (II, 265-266). Don Juan le dice a Lorenzo Bentibolli que se acerque, y el duque le llama “hermano”, y le promete casarse con Cornelia, en cuanto aparezca.

Esta novela ejemplar también acaba en boda. Afortunadamente, el crimen no llega a cometerse, pero está claro que la mentalidad y las leyes de la época lo legitimaban.

BIBLIOGRAFÍA:

CANAVAGGIO, Jean (Coord.) (1995). Historia de la literatura española. (Tomo III: El siglo XVII).Traducción por Juana BIGNOZZI. Barcelona: Ariel.

CERVANTES, Miguel de (2005). El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Madrid: Cátedra.

CERVANTES, Miguel de (1992). Novelas ejemplares. Madrid: Cátedra.

MARÍN, Juan María (1992). Introducción. In Lope de VEGA, Peribáñez y el Comendador de Ocaña (pp. 13-47). Madrid: Cátedra.

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SIAL Ediciones.

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SIEBER, Harry (1992). Introducción. In Miguel de CERVANTES, Novelas ejemplares (pp. 13- 33). Madrid: Cátedra.

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DOI:10.47743/aic-2019-1-0002

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Glorifier le culte des images (ma grande, mon unique, ma primitive passion).

Charles Baudelaire

Pourquoi ne suis-je pas poète ! Mais du moins, que j’éprouve autant que possible dans mes peintures, ce que je veux faire passer dans l’âme des autres !

Eugène Delacroix

Nous sommes à une époque de curiosité exaspérée qui fouille tout, hommes et choses : à défaut de la grande histoire que nous ne savons plus faire, nous ramassons les miettes de la petite avec un tel zèle que notre considération en est venue à ouvrir ses grands yeux devant un collectionneur de timbres- poste.

Félix Tournachon, dit Nadar

Baudelaire et Delacroix : l’admiration inconditionnelle du premier mal récompensée par l’indifférence polie du second, malgré des conceptions esthétiques se rejoignant plus souvent qu’à leur tour ; Baudelaire et Nadar : l’histoire d’une amitié entre l’eau et le feu, entre le poète dandy, tourmenté et maudit et le photographe bon vivant, hyperactif et mondain. Ces deux relations, prises séparément, entreraient de plain-pied dans le cadre d’une étude sur la figure des

« frères ennemis » dans l’histoire de l’art et de la littérature. Mais quid d’une étude croisée sur les relations – humaines et/ou intellectuelles – entre les trois personnages ? « Frères » au carré ? Ou « ennemis » au cube ? Pas tout à fait : car il serait ici impossible de refermer un triangle dont le littérateur, le peintre et le photographe seraient les trois points. Nul moyen, en effet, d’en tracer l’un des côtés par l’observation des relations entre Nadar et Delacroix, les livres de souvenirs de l’un et le journal intime de l’autre n’en laissant apparaître pour ainsi dire aucune1. Charles Baudelaire apparaît donc, de fait sinon de droit, comme le tambour-major d’une réflexion de ce type, car il est le point de convergence entre ces trois artistes-écrivains.

Artistes-écrivains : telle est bien la justification de ce rapprochement et du choix de Baudelaire comme point de focalisation. Car tous trois furent hommes de lettres et hommes d’images : Baudelaire poète et critique d’art, Delacroix peintre, diariste et lecteur assidu, Nadar écrivain reconverti dans la photographie où il devait exceller et briller, avant de revenir à ses premières amours en publiant plusieurs ouvrages autobiographiques. Reste que le premier se distingue des deux autres par l’évolution de sa réception : d’abord perçu comme un critique d’art s’étant fourvoyé dans une littérature morbide et obscène, il fut tardivement reconnu comme un inspirateur visionnaire par plusieurs générations de poètes (Verlaine et Mallarmé ayant donné le la à ce mouvement), au point que l’œuvre poétique finit par éclipser les travaux critiques. Encore cette évolution ne concerna-t-elle dans un premier temps que sa poésie en vers, le Spleen de Paris ayant longtemps fait figure de tentative plus audacieuse et méritoire que réellement convaincante. Le critique « égaré » en poésie devint « le poète des Fleurs du Mal » ; la continuité et l’unité d’ensemble de son œuvre devaient être mises en lumière au cours du XXe

1 Nadar réalisa toutefois le portrait de Delacroix, mais si tous deux se fréquentèrent en d’autres occurrences, leurs écrits respectifs n’en gardent pas de trace suffisamment substantielle pour justifier une étude approfondie.

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siècle, sous l’impulsion d’André Ferran puis de Claude Pichois2. À l’inverse, le Journal de Delacroix ne fit jamais tant soit peu oublier sa peinture, et la carrière littéraire de Nadar est, jusqu’à aujourd’hui, assez largement passée sous les radars de la critique3.

Par ailleurs, les rapports du poète avec le peintre et le photographe révèlent les enjeux d’un type particulier de représentation, celle de soi face à l’autre – de l’individu face à ses contemporains et à la communauté dans laquelle il évolue. Car s’il est un point en commun entre Delacroix et Nadar dans leurs perceptions respectives de Baudelaire, c’est que la bizarrerie de ce dernier est au cœur de leurs commentaires. Or, cette étrangeté affectée et cultivée se confond avec l’idéal du dandysme que le poète n’eut de cesse de chercher à théoriser et à illustrer : un idéal qui, selon Ernest Raynaud, tient non pas de la vanité ou du goût de l’apparat, mais du positionnement philosophique et même spirituel : « La doctrine du dandysme, telle que la conçoit Baudelaire, est une doctrine spiritualiste. Elle pose en principe, sans s’inquiéter des contingences, une affirmation bénévole, et elle entend que tout y soit strictement subordonné » (Raynaud, 2007 : 36). Ainsi, puisque Baudelaire voulut voir dans la représentation du monde et de soi face au monde, l’objectivation d’un combat d’idées entre soi et le monde, les caractéristiques de sa personne et de son art qu’ont le mieux vues Delacroix et Nadar, permettent d’inscrire le récit de leurs relations à la fois dans l’histoire de l’art et de la littérature, mais aussi dans l’histoire des idées.

Images lues : Delacroix et Nadar représentés par Baudelaire

« Delacroix a été la constante passion de Baudelaire et au double sens du mot passion » (Baudelaire, 1975 : XVII). En qualifiant de constante cette passion, Claude Pichois nous rappelle que Delacroix est présent sous la plume de l’écrivain à chaque étape de sa production littéraire, du Salon de 1845 à l’article nécrologique de 1863 en passant par Les Phares. Mais dès le 14 juillet 1838, c’est un lycéen de dix-sept ans qui écrit à M. Aupick, relatant sa visite des galeries de Versailles deux jours auparavant :

Je ne sais si j’ai raison, puisque je ne sais rien en fait de peinture, mais il m’a semblé que les bons tableaux se comptaient ; je dis peut-être une bêtise, mais à la réserve de quelques tableaux d’Horace Vernet, de deux ou trois tableaux de Scheffer, et de la Bataille de Taillebourg de Delacroix, je n’ai gardé souvenir de rien (…) ; je parle peut-être à tort et à travers ; mais je ne rends compte que de mes impressions : peut-être aussi est-ce là le fruit des lectures de la Presse qui porte aux nues Delacroix ? (Baudelaire, 1973 : 58)

Ce premier contact avec la critique est également la première apparition du peintre dans la correspondance. Notons d’emblée qu’à l’admiration jamais démentie pour celui-ci, s’oppose l’évolution ultérieure des avis sur Ary Scheffer et Horace Vernet : le Salon de 1846 présentera le premier comme incapable de mettre sa technique picturale à la hauteur des ambitions affichées dans le choix de ses sujets, et le second comme « l’antithèse absolue de l’artiste » (Baudelaire, 1976 : 470, 474), comprendre : l’antithèse absolue de Delacroix. Ce dernier, justement, sera au cœur des deux premiers Salons ; Claude Pichois et Jean Ziegler notent à ce sujet un changement

2 Pour un récapitulatif plus détaillé de l’évolution des études baudelairiennes, nous renvoyons aux articles de Robert Kopp et Claude Pichois, ainsi qu’à la préface du Baudelaire sans fin de John E.

Jackson (2005), mentionnés dans la bibliographie.

3 En 2015, neuf volumes tirés des œuvres littéraires du photographe sont cependant parus aux Éditions d’En Face (série Nadar écrivain).

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d’approche entre ces deux textes distants d’une année : en 1845, le jeune critique prend la défense d’un artiste qui, à ses yeux, n’a pas encore rencontré la reconnaissance que devrait lui valoir l’écart entre sa farouche singularité et la médiocrité ambiante. En 1846, le génie de l’artiste est présenté comme un fait accompli n’ayant plus à être démontré, mais servant de socle à l’idée maîtresse de l’auteur : « la définition du romantisme par la modernité » (Pichois ; Ziegler, 1987 : 228). D’où cette conclusion : « J’ignore s’il [Delacroix] est fier de sa qualité de romantique, mais sa place est ici, parce que la majorité du public l’a depuis longtemps, et même dès sa première œuvre, constitué le chef de l’école moderne » (Baudelaire, 1976 : 427).

Toutefois, nous nous bornerons ici à observer un aspect particulier de la critique baudelairienne sur Delacroix : les remarques récurrentes sur la vitalité de l’artiste qui transparaît dans sa peinture, sur sa totale dévotion à son œuvre, et sur son caractère à la fois ardent et maître de lui. Ainsi dans cet extrait de L’Exposition Universelle de 1855 : « En face des trente-cinq tableaux de M. Delacroix, la première idée qui s’empare du spectateur est l’idée d’une vie bien remplie, d’un amour opiniâtre, incessant de l’art » (Baudelaire, 1976 : 590). Plus explicite encore est cette description écrite en 1863 : « Delacroix était passionnément amoureux de la passion, et froidement déterminé à chercher les moyens d’exprimer la passion de la manière la plus visible.

Dans ce double caractère, nous trouvons, disons-le en passant, les deux signes qui marquent les plus solides génies (…). Une passion immense, doublée d’une volonté formidable, tel était l’homme » (Baudelaire, 1976 : 746).

Cette manière de « force tranquille », caractéristique d’un esprit à la fois incandescent et suffisamment sûr de lui pour maîtriser sa puissance créatrice sans la laisser l’emporter dans d’obscurs méandres, nourrit d’autant plus l’admiration de Baudelaire que celui-ci s’en saura – ou s’en croira – toujours dépourvu. Elle fut en outre remarquée par les critiques contemporains de Delacroix, à l’instar d’Eugène Véron, soulignant dans sa monographie le mélange d’assurance et de simplicité par lequel se distinguait le peintre : « Un autre trait essentiel du caractère de Delacroix, c’est l’absence de toute vanité et de toute envie. Il sait bien qu’il est un grand peintre, mais il le sait naïvement, en quelque sorte (…) Il est heureux d’avoir du talent, mais il ne s’en enorgueillit jamais ; tout en aspirant très ouvertement à la gloire et en faisant tout ce qu’il peut pour la mériter, jamais il ne se pose en grand homme » (Véron, 1887 : 90).

Patrick Labarthe résume par la figure du « barbare » – à entendre au sens élogieux du terme – cette série de traits incarnée par Delacroix et admirée de Baudelaire, les unissant par ailleurs dans une commune association entre le modèle antique et la force vitale. Le barbare, identifié à l’artiste sous la plume du poète-critique, est l’antithèse du bourgeois ; il personnifie la passion alliée à la froideur, le raffinement rehaussé par l’indifférence au regard de l’homme commun, l’appréciation spontanément pertinente des objets de la représentation : „(…) la barbarie est une qualité sui generis du tempérament, l’autorité instinctive et sauvage de ceux qui savent traduire « les points culminants ou lumineux d’un objet »” (Labarthe, 1999 : 377-378).

Baudelaire détaille encore ce portrait dans son article nécrologique : « Il y avait dans Eugène Delacroix beaucoup du sauvage ; c’était là la plus précieuse partie de son âme, la partie vouée tout entière à la peinture de ses rêves et au culte de son art (…). On eût dit un cratère de volcan artistement caché par des bouquets de fleurs » (Baudelaire, 1976 : 758). Une perception de lui- même que Delacroix traduit, dans son Journal du 23 février 1858, par la poursuite d’un idéal de simplicité :

L’antique est toujours égal, serein, complet dans ses détails et l’ensemble irréprochable en quelque sorte. Il semble que ses ouvrages soient ceux d’un seul artiste : les nuances de style

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diffèrent à des époques diverses, mais n’enlèvent pas à un seul morceau antique cette valeur singulière qu’ils doivent tous à cette unicité de doctrine, à cette tradition de force contenue et de simplicité que les modernes n’ont jamais atteinte dans les arts du dessin, ni peut-être dans aucun des autres arts.4 (Delacroix, 1996 : 707)

Un fait notoire est que l’admiration de Baudelaire pour Nadar repose sur des raisons similaires : « Nadar, c’est la plus étonnante expression de vitalité. Adrien me disait que son frère Félix avait tous les viscères en double »5 (Baudelaire, 1975 : 695). Ainsi, le poète fut un familier de l’atelier du boulevard des Capucines, d’où sortit la majorité de ses portraits photographiques.

Cependant, la relation Baudelaire – Nadar diffère de la relation Baudelaire – Delacroix sur au moins deux points : sa réciprocité et sa transposition dans les œuvres écrites.

Contrairement au peintre, l’écrivain et caricaturiste devenu photographe partagea une amitié réelle et de longue date avec Baudelaire. Ce dernier lui écrivait dès le 18 décembre 1844 (soit dix ans avant l’ouverture du premier atelier Nadar), une lettre dans laquelle il détaillait à son confrère, lequel envisageait de placer un roman dans le journal fouriériste La Démocratie pacifique, les difficultés que lui-même avait rencontrées lorsqu’il avait tenté d’y publier un manuscrit (Baudelaire, 1973 : 115-116). Ainsi, au milieu des années 1840, les deux auteurs proposent leurs écrits aux mêmes revues et baignent dans un univers commun : celui des littérateurs démocrates et quelque peu anarchisants des dernières années de la Monarchie de Juillet, celui de la bohème parisienne et du cercle des Petits Romantiques6. Rien d’étonnant donc à ce qu’une dizaine d’années plus tard, le portraitiste le plus à la mode de l’époque ait immortalisé devant son objectif, entre deux célébrités du temps, des poètes plus obscurs, nommés Charles Baudelaire ou Gérard de Nerval : le photographe témoignait là tout bonnement de sa fidélité à de vieux compagnons d’infortune.

L’amitié paradoxale entre les deux protagonistes ne se résume donc nullement à la sensation de « trahison » d’idéaux partagés, qu’inspira au poète le succès rencontré par son ancien camarade dans une pratique qui incarnait mieux qu’aucune autre « la voie du progrès (j’entends par progrès la domination progressive de la matière) » (Baudelaire, 1976 : 616). Mais pour ne pas tout englober de la perception par Baudelaire de l’évolution de Nadar, cette dimension n’en est pas pour autant inexistante. L’extrait de Mon Cœur mis à nu cité plus haut se poursuit en effet ainsi : « J’ai été jaloux de lui à le voir si bien réussir dans tout ce qui n’est pas abstrait » (Baudelaire, 1975 : 695). La jalousie – bien humaine et naturelle – de l’artiste resté marginal envers un ancien comparse « arrivé » n’a pas à être ici commentée plus en profondeur, contrairement à la fin de la phrase. Tout ce qui n’est pas abstrait, c’est-à-dire tout ce que le Salon de 1859 condamne à travers, qui le réaliste dogmatique jugeant de la qualité d’une toile en fonction de sa fidélité à la « réalité » supposée du sujet, qui le bourgeois à la mode célébrant dans la photographie le dernier clou planté dans le cercueil de la peinture, qui le positiviste sûr de son fait voyant dans les attraits de l’imaginaire autant de signes d’un état d’enfance de la civilisation :

« celui-ci, qui s’appelle lui-même réaliste, mot à double entente et dont le sens n’est pas bien déterminé, et que nous appellerons, pour mieux caractériser son erreur, un positiviste » (Baudelaire, 1976 : 627, 750). En d’autres termes, tout ce qui n’est pas abstrait désigne tout ce qui

4 Italique ajouté.

5 Italique ajouté.

6 Auquel Nadar n’appartint pas à proprement parler, mais dont il fréquenta la plupart des membres.

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ravit cette frange du public aux yeux de laquelle, à l’heure des appareils, seul un esprit fantasque ou un réactionnaire impénitent songerait encore à faire l’éloge d’un Delacroix.

Jérôme Thélot a parfaitement exposé les enjeux, à la fois intimes et idéologiques, de cette fraternité déçue et pourtant toujours maintenue. Sur le plan personnel, il dresse un parallèle entre Mme Aupick, veuve d’un peintre, remariée à un officier et dont les écrits de son fils firent honte à sa respectabilité bourgeoise, et Nadar dont les succès publics et esthétiques en tant que photographe « bafouèrent » l’amour de Baudelaire pour les beaux-arts : « (…) ici et là une tendresse est rompue dont dépendait l’intégrité de la personne » (Thélot, 1993 : 279). Sur le plan intellectuel, il présente leur relation comme un microcosme de la lutte d’influence entre les belles-lettres et l’image mécanique ; lutte dont les enjeux sont rien de moins que l’« organisation des mentalités collectives » et la « domination des esprits par des systèmes symboliques » (Thélot, 2003 : 34) : « De l’issue de cette guerre l’avenir des sociétés dépend. Nadar n’est pas seulement le photographe dont l’objectif fige le poète sous sa lentille, il est ce représentant du devenir de l’Europe, ce réalisateur d’un nouveau genre, qui aura tant d’émules, et dont les productions légitiment le développement de l’industrie » (Thélot, 1993 : 255).

Ces deux griefs peuvent en partie expliquer l’acrimonie qui perce progressivement sous l’amitié toujours poursuivie. Ainsi, le sonnet Le Rêve d’un curieux, dédié « à F[élix]. N[adar]. », tient certes de la dédicace amicale, mais s’il décrit réellement, comme le veut une tradition critique, une séance de pose chez le photographe, le sarcasme est dès lors bien réel : « (…) Eh quoi ! n’est-ce donc que cela ? / La toile était levée et j’attendais encore » (Baudelaire, 1975 : 128-129). La correspondance est à l’avenant : dans une lettre du 16 mai 1859 portant sur l’actualité politique, Baudelaire écrit à Nadar : « Si tu étais Jésuite et Révolutionnaire, comme tout vrai politique doit l’être, ou l’est fatalement, tu n’aurais pas tant de regrets pour les amis jetés de côté » (Baudelaire, 1973 : 579). Difficile, d’une part, de ne pas voir dans « les amis jetés de côté » un reproche personnel inséré dans les commentaires politiques. Mais, plus largement, l’on peut se demander : comment, dans la vision baudelairienne, son ami pourrait-il être Jésuite – adepte de l’usage du raisonnement pour discuter les dogmes admis – et Révolutionnaire – par nature insatisfait de l’ordre des choses – alors même que c’est précisément le dernier artefact de l’ordre des choses et du dogme dominant qui l’a fait ce qu’il est désormais ?

En résumé, Nadar est représenté comme un « frère ennemi » par Baudelaire pour une raison essentielle : il ne suffisait pas, aux yeux du poète, qu’un photographe-esthète, talentueux et à succès, remît en cause ses convictions les plus profondément ancrées sur le devenir des arts et de l’intelligence dans la modernité scientiste, matérialiste et techniciste. Encore fallait-il que ce coup de poignard involontaire lui fût porté par un homme et un artiste qu’il ne pouvait pas ne pas aimer. Aussi peut-on qualifier « Charles » et « Félix » de « frères ennemis » en évoquant une amitié poursuivie bien qu’écornée par des évolutions biographiques divergentes. Mais l’histoire des « frères ennemis » Baudelaire et Nadar aboutit quant à elle au plaisir coupable qu’éprouva le premier en maintenant son estime et son admiration au second. Mais, en définitive, l’expression

« plaisir coupable » n’est-elle pas, dans l’idiosyncrasie baudelairienne, une tautologie plutôt qu’un oxymore ?

Mots visibles : Baudelaire représenté par Delacroix et Nadar

L’on pourrait, à bon droit, employer la même expression de « plaisir coupable » pour qualifier les quelques entrées que Delacroix consacre à Baudelaire dans son Journal ; à cette différence près que dans la pensée du peintre, il s’agit bien là d’un oxymore. L’écrivain y apparaît une première fois le 5 février 1849 : « M. Baudelaire venu (…). Il a sauté à Proudhon

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qu’il admire et qu’il dit l’idole du peuple. Ses vues me paraissent des plus modernes et tout à fait dans le progrès » (Delacroix, 1996 : 175). Peu de détails à noter ici, sinon un doute légitime quant au caractère élogieux des termes « modernes » et « progrès » sous la plume du diariste en 1849. L’auteur de La Liberté guidant le peuple, porte-étendard – pour une part à son corps défendant – des espoirs de courte durée suscités par l’avènement de Louis-Philippe, est alors un sceptique dont la principale crainte est d’être dupe devant les promesses de la démocratie et du progrès, sans pour autant tout renier des attitudes – plus que des idées – qui avaient forgé sa jeunesse7. Un positionnement que Baudelaire ne tardera pas à partager, et qu’il résumera d’ailleurs parfaitement dans L’Œuvre et la vie d’Eugène Delacroix :

Eugène Delacroix a toujours gardé les traces de cette origine révolutionnaire. On peut dire de lui, comme de Stendhal, qu’il avait grande frayeur d’être dupe. Sceptique et aristocrate, il ne connaissait la passion et le surnaturel que par sa fréquentation forcée avec le rêve.

Haïsseur des multitudes, il ne les considérait guère que comme des briseuses d’images, et les violences commises en 1848 sur quelques-uns de ses ouvrages n’étaient pas faites pour le convertir au sentimentalisme politique de notre temps. (Baudelaire, 1976 : 757)

Beaucoup plus parlante est l’entrée du 30 août 1856 :

Baudelaire dit dans sa préface [aux Histoires extraordinaires de Poe] que je rappelle en peinture ce sentiment d’idéal si singulier et se plaisant dans le terrible. Il a raison, mais l’espèce de décousu et d’incompréhensible qui se mêle à ses conceptions ne va pas à mon esprit. Sa métaphysique et ses recherches sur l’âme, la vie future, sont des plus singuliers et donnent beaucoup à penser. Son Van Kirck parlant de l’âme, pendant le sommeil magnétique, est un morceau bizarre et profond qui fait rêver. Il y a de la monotonie dans la fable de toutes ses histoires ; ce n’est, à vrai dire, que cette lueur fantasmagorique dont il éclaire ces figures confuses mais effrayantes, qui fait le charme de ce singulier et très original poète et philosophe. (Delacroix, 1996 : 582)

Ce qui précède peut se définir comme un mélange de froideur et de reconnaissance d’un talent et d’un tempérament ; la gêne d’être l’une des sources d’inspiration de « l’espèce de décousu et d’incompréhensible » des développements du préfacier, perce nettement sous la pudique retenue du ton de l’exégèse. Le rapprochement auquel le peintre fait référence est le suivant : « Comme notre Eugène Delacroix, qui a élevé son art à la hauteur de la grande poésie, Edgar Poe aime à agiter ses figures sur des fonds violâtres et verdâtres où se révèlent la phosphorescence de la pourriture et la senteur de l’orage » (Baudelaire, 1976 : 317-318).

Indéniablement, cette synesthésie typiquement baudelairienne avait effectivement de quoi dérouter un lecteur n’ayant pas eu la possibilité de l’interpréter à la lumière du sonnet des Correspondances. Mais plus encore que les pages évoquant directement le poète, c’est dans les passages où Delacroix esquisse son portrait de l’« artiste idéal » que la distance entre ces deux esprits semble la plus infranchissable. Ainsi l’entrée du 31 août 1855 : « La vraie supériorité, comme je l’ai dit quelque part dans ces petits souvenirs, n’admet aucune excentricité (…). Le plus grand génie n’est qu’un être supérieurement raisonnable » (Delacroix, 1996 : 534). Or, c’est

7 Pour plus de détails concernant l’évolution politique de Delacroix, voir la biographie que lui a consacrée Maurice Sérullaz (Fayard, 1989).

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bien l’excentricité, aux yeux du peintre et de nombre de contemporains, qui caractérise le mieux Baudelaire ; par ailleurs peut-on se demander, à quel point ce dernier devait apparaître à Delacroix comme « un être supérieurement raisonnable ». Le 30 août 1859, le lecteur attentif qu’était aussi l’artiste se livre à ce commentaire sur la littérature contemporaine :

Il est bon nombre de Français, dans ce temps de prétendu renouvellement de notre langue, qui appliquent à Boileau le jugement que Byron portait sur tous nos écrivains. Cette justesse, qui est la vraie force, cette moelle d’imagination et de bon sens n’est point pour eux poésie, ni imagination. Les contrastes des mots, les surprises de style qui ne sont qu’une musique puérile ou baroque, leur cachent le vide ou l’enflure des idées dans les ouvrages contemporains. Ces ouvrages sont, en cela, comme vertus de parade, qui ne font d’illusion qu’aux étrangers qui vous voient en passant et n’ont pas le temps de vous approfondir. La solide vertu, celle de l’esprit comme celle du cœur, ne se découvre que dans le commerce journalier et assidu. Boileau est un homme qu’il faut avoir sous son chevet, il délecte et purifie : il fait aimer le beau et l’honnête, tandis que nos modernes n’exhalent que d’âcres parfums, mortels parfois pour l’âme et faussant l’imagination par des spectacles de fantaisie. (Delacroix, 1996: 743)

L’impression laissée par ces quelques lignes, lues dans le cadre d’une interrogation sur la parenté intellectuelle entre les « frères ennemis », est ambivalente. Car le fait est que Baudelaire aurait sans doute pu signer une large partie de ces commentaires : Patrick Labarthe note, par exemple, son admiration pour l’auteur de l’Art poétique, malgré des jugements contradictoires (Labarthe, 1999 : 528). De même, les Fleurs du Mal se distinguent précisément par l’équilibre entre la « moelle d’imagination » qui s’y déploie et la « justesse » matérialisée par leur rigueur formelle. Mais, en 1859, deux ans après leur parution et le procès qui suivit, les échos critiques rencontrés par le recueil mettaient plutôt en avant sa « musique puérile ou baroque », les « âcres parfums » qu’il exhalait, et les « spectacles de fantaisie », « mortels pour l’âme », dans lesquels il était réputé se complaire. Et les commentaires relevés par ailleurs nous autorisent à penser que le peintre n’aurait pas désavoué la totalité de ces critiques. Aussi ne nous risquerons-nous pas à affirmer que Delacroix avait Baudelaire à l’esprit en dressant ce portrait du littérateur moderne, mais au moins gagerons-nous que l’hypothèse ne paraît pas improbable.

Cependant, Eugène Véron proposait, en 1887, une autre interprétation de la complexité des rapports entre le peintre et son plus constant admirateur ; une interprétation d’autant plus stimulante qu’elle émane d’un contemporain des deux protagonistes. Selon le directeur de L’Art, Delacroix, n’étant « pas de ceux qui font les théories, mais d’après qui elles se font » (Véron, 1887 : 82), aurait en réalité reculé devant un théoricien dont la finesse et la pertinence avaient mis à nu les ressorts profonds de son langage pictural mieux que lui-même n’aurait su le faire :

L’esprit d’analyse étant chez Baudelaire infiniment plus développé que chez Delacroix, cette pénétration lui permettait de plonger dans l’œuvre du peintre à des profondeurs que celui-ci ne soupçonnait pas et de recueillir là des observations absolument personnelles, dont l’énonciation étonnait et déconcertait l’auteur même de l’œuvre (…).

Delacroix, comme tous les artistes, ne se rendait pas compte de ces différences radicales des génies créateurs et des esprits critiques, et il ne pouvait, sans un certain sentiment d’infériorité et presque d’humiliation, constater que la critique de Baudelaire dépassait sa

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propre perception. Peut-être même en venait-il à considérer comme de pure fantaisie les considérations les plus élevées que développait le critique à l’occasion de ses œuvres. (Véron, 1887 : 82-83)

L’hypothèse d’Eugène Véron a pour elle, non seulement l’avantage de la vraisemblance et de la probabilité, mais aussi celui d’être particulièrement séduisante dans le cadre de notre réflexion. Car si la relative froideur des rapports humains entre Baudelaire et Delacroix devait en partie s’expliquer, précisément par une trop grande proximité intellectuelle, dès lors nous pourrions en conclure que le peintre aurait représenté le poète, non seulement comme un

« frère ennemi », mais comme un « ennemi » parce que « frère ».

Toutefois, la perception de Baudelaire par Delacroix ne consista pas en une défiance et en une distance continuelles et sans nuance. Le peintre sut en effet reconnaître dans le poète- critique l’un de ses défenseurs les plus fidèles, par exemple à l’occasion du « Waterloo » que fut, selon l’expression de Philippe Burty, la réception critique de ses toiles exposées lors du Salon de 1859 (Pavans, 2016 : 29). À la suite de l’article que Baudelaire lui consacra, Delacroix lui écrivit : « Vous venez à mon secours au moment où je me vois houspillé et vilipendé par un assez bon nombre de critiques sérieux ou soi-disant tels... Ayant eu le bonheur de vous plaire, je me console de leurs réprimandes. Vous me traitez comme on ne traite que les grands morts ; vous me faites rougir tout en me plaisant beaucoup ; nous sommes faits comme cela » (Delacroix, 1936 : 218). « Vous me faites rougir tout en me plaisant beaucoup » : cette phrase a l’avantage d’englober la plupart des significations possibles de l’expression « plaisir coupable », à l’aune de laquelle nous avons souhaité observer les représentations de Baudelaire dans les écrits de Delacroix, aussi c’est sur elle que se conclura ce moment de notre étude.

L’observation de la figure du poète sous la plume de Nadar appelle une méthode analytique différente, en ce qu’elle consiste, pour l’essentiel, dans l’étude d’un ouvrage entièrement dédié à sa mémoire, Charles Baudelaire, intime. Le poète vierge (Blaizot, 1911), écrit à la toute fin de la vie de son auteur et publié posthume8. Généralement lu dans le cadre des études baudelairiennes et non comme un livre de Nadar parmi les autres, il traîna longtemps derrière lui une réputation de « coup de pied de l’âne ». Sa thèse finale, attribuant à une incomplétude sexuelle la sensibilité exacerbée et tourmentée de l’écrivain, ne semble en effet pas de nature à grandir Baudelaire aux yeux des lecteurs. Pour autant, cette thèse s’inscrit dans un portrait plus large, celui d’un artiste et penseur ayant incarné, dans ses grandeurs et dans ses petitesses, les séductions et les excès d’un milieu et d’une époque. L’époque : celle des idéaux romantiques poussés dans leurs derniers retranchements par l’accentuation du tropisme matérialiste, rationaliste et positiviste tout au long du XIXe siècle. Le milieu : celui des porte-étendards de L’Art pour l’Art, doctrine dont le photographe, sans y adhérer lui-même, fréquenta les plus éminents représentants tout au long de sa vie9. Enfin, le livre révèle les qualités et les limites de

8 Cette restriction ne concerne bien sûr que les représentations de Baudelaire sous la plume du Nadar écrivain ; à l’inverse le Nadar caricaturiste croqua à plusieurs reprises le poète. Le 10 juillet 1858, le Journal amusant faisait ainsi paraître le dessin d’un père horrifié de trouver un exemplaire des Fleurs du Mal dans les mains de sa fille ; vers 1859, une autre caricature représentait Baudelaire contemplant un cadavre. La lettre que celui-ci envoya à Nadar le 14 mai 1859 revenait sur ces épisodes avec un mélange de colère contenue et de lassitude amusée : « Il m’est pénible de passer pour le Prince des Charognes. Tu n’as sans doute pas lu une foule de choses de moi, qui ne sont que musc et que roses. Après cela, tu es si fou, que tu t’es peut-être dit : Je vais lui faire bien plaisir ! » (Baudelaire, 1973 : 573-574).

9 Constat valant d’ailleurs – avec quelques nuances – également pour Baudelaire.

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